lunes, 26 de octubre de 2009

LECTURA POSIBLE / 2



HAWTHORNE

¿Qué significa escribir artísticamente? ¿Qué diferencia hay entre un buen solomillo, con su correspondiente y prolongada sobremesa, y una insípida hamburguesa engullida a trompicones en un ruidoso fast food? Entre nosotros, la general ignorancia de la cultura norteamericana viene a ser una de las mayores paradojas, propia por lo demás de una sociedad de por sí paradójica, literalmente atiborrada, por medio del cine, la televisión, la publicidad, la economía y la política, de norteamericanismo, del que sólo se nos permite vislumbrar su forma más indigesta y trivial. Se diría que únicamente conocemos lo peor de Norteamérica, y que es la propia Norteamérica la que se muestra celosa de su mejor patrimonio, el cual ha sido tradicionalmente poco exportado. Si existe (y desde luego que existe) una cultura norteamericana que es a la vez admirable e ignota, no hay duda de que Nathaniel Hawthorne está en el centro de ella.

De las muchas (y algunas odiosas) formas que adoptó el puritanismo, esa mezcla de sentimientos, más que de ideas, tanto pragmáticos como místicos, producto del hambre y al mismo tiempo de las persecuciones religiosas que se vivieron en Gran Bretaña, la más peculiar, la más norteamericana, es la que cobró vida en torno al círculo de Concord, centro de emisión de un liberalismo que impregnó a la sociedad norteamericana y que no careció de una profunda convicción libertaria que se anticipó en algunas décadas al hoy olvidado, para nuestra desgracia, anarquismo europeo. Que uno de los miembros de dicho círculo, Henry David Thoureau, escribiera ya a mediados del siglo XIX, un libro con el perturbador título de Sobre la desobediencia civil, cuyo contenido es aún más pertubador; o que otro, Ralph Waldo Emerson, explicara a sus escasos lectores que no había nada tan moralmente bueno como confiar en uno mismo; o que el mismo Thoureau, gran estudioso de la civilización de los nativos americanos, viviera una temporada en total soledad en los bosques de Nueva Inglaterra, de lo que dejó constancia en su espléndido por tantos motivos Walden, son pequeños acontecimientos literarios que palidecen ante lo que fue la mejor contribución de estos autores al progreso de la naturaleza humana: sus propias vidas.

Estas obras y vidas tienen mucho que decirnos en medio de la confusión y la autocompasión de hoy. Tras ellos, o mejor dicho: en ellos, está la experiencia de la rebelión y la revolución americanas; rebelión y revolución que son las de George Washington, pero también las hoy otra vez vivas (y que sea por muchos años) de Simón Bolívar. El compositor norteamericano Charles Ives, recomendable incluso para aquellos a los que no les gusta la música, tuvo la ocurrencia de dejarnos un retrato musical de cada uno de ellos en su impresionante sonata Concord; pero si de verdad queremos acceder a la atmósfera, que es a la vez el alma, del grupo de Concord, debemos leer a Hawthorne. Difícil recomendación en estos tiempos en los que imperan la mala alimentación y la úlcera fácil, ya que es de esos autores que aportan al lector perspectivas nuevas, y que obra el milagro (y no en otra cosa consiste la literatura, esa antigua herramienta de probada eficacia para la transmisión de cultura, ajena a los gustos e intereses del más descarnado y audaz mercantilismo) de no dejarnos indiferentes, y el de conciliar el placer estético con el moral. Sorprende la modernidad del lenguaje con que nos habla el viejo Hawthorne, ya que lo clásico siempre es moderno, así como sorprende la soberbia precisión con que pinta temas y personajes. Pues fue él un pintor de la pluma, que es la mejor manera de ser escritor. Hawthorne es dueño, en efecto, de la paleta del pintor, de la armonía del músico y de la fina sabiduría del psicólogo. De él es bien conocida, por el cine, su novela La letra escarlata, pero a mi juicio no es ahí donde se halla el mejor Hawthorne, el que nos sale al encuentro en sus abundantes relatos, como Musgos de una vieja iglesia parroquial. Decir que Edgar Allan Poe y Henry James le adoraban y le tenían por maestro debería bastar para justificar el descubrimiento de los relatos de Hawthorne, hoy felizmente disponibles para el lector de habla hispana. Pero cuidado: Hawthorne requiere tiempo y espacio; no hay nada más alejado de la comida rápida. Ahí se encontrará un pedazo de la Norteamérica que fue y que en parte es hoy todavía; y sobre todo: de la que pudo ser.

viernes, 9 de octubre de 2009

DISPARATES / 5

VERTEDEROS

A veces todavía se oye hablar de la política, la autoridad y la economía actuales con un lenguaje que no se corresponde en absoluto con nuestra realidad presente, sino que permanece anclado en una época muy anterior que más o menos podría ubicarse entre los años 70 y 80 del siglo pasado. Este desfase del lenguaje explica por sí solo el hecho de que incluso hoy se aluda a la política doméstica, o a la europea, en términos de “izquierda” y “derecha”, o que se califique a cierto gobierno de “social” en contraposición a otro posible gobierno que presuntamente sería, claro está, “antisocial”. El mismo concepto de oposición es ya totalmente caduco, pues la desideologización reinante, junto a la comodidad general de la existencia en los países del hemisferio norte, nos convierte a todos en tripulantes y marineros del mismo barco que surca las pacíficas y opulentas aguas de la postmodernidad, es decir, del fin de la Historia. Solamente los despistados o los que explotan el sinsentido del lenguaje en provecho propio (los que son tripulantes por derecho y los que aspiran a serlo) tienen excusa para emplear tales artificios, los cuales son óptimos instrumentos de ocultamiento de la realidad, como por otra parte ha ocurrido siempre. Pues al poder, en sus múltiples formas, no le agrada que la mayoría conozca la verdad de su tiempo.

Y también están aquellos que se engañan a sí mismos porque sencillamente la comprobación de las cosas suscita unas náuseas con las que se hace difícil convivir; dicho de otra forma: porque prefieren la fe al conocimiento. Esto último ocurre con frecuencia en relación al Estado, ese Gran Padre que nos gusta imaginar preocupado por nosotros, figura tranquilizadora que vela nuestras malas noches, así como nuestras contrariedades; que vigila a otros para nuestra seguridad y nos cuida cuando caemos enfermos. Y sin embargo hay datos suficientes en la realidad (que no queremos ver) para comprender que su función hoy es otra (que nos negamos a aceptar). Así, en efecto, el Estado actual es básicamente un mecanismo burocrático de probada eficacia para transferir fondos públicos a bolsillos privados. Que sea el propio Estado el que naturalmente hace las leyes justifica de sobra el hecho de que a tal actividad, a la que en otros tiempos se llamaba “robar”, no merezca tal nombre en nuestro código penal. Tranquilamente observamos la forma en que se verifica esta transferencia en nuestra vida diaria, lo vimos con motivo de las privatizaciones de hace unos años, lo vimos en los tiempos de superabundancia en que los millones del Estado (por la vía de las cajas de ahorro) caían sin descanso en las cuentas de las empresas de construcción y seguimos viéndolo en los titulares de la prensa, haya sastres de por medio o no.

Es más: a estas alturas queda claro que el Estado tiene una oficina de beneficencia para villanos de todo pelaje. Ahí está, si no, la banca internacional, que después de tener a bien provocar la crisis, precisamente con sus actividades financieras a las que el código penal no permite llamar latrocinios, ha debido ser socorrida urgentemente por el paternal y solícito Estado, a fin de que dicha banca siga acumulando unos años más los mayores beneficios de su historia. A eso se lo llama un buen negocio: una manera limpia, bendecida por el más absoluto consenso social, de transferir fondos de los ciudadanos (de la sanidad pública, de la educación) a los consabidos bolsillos de siempre.

El Gran Padre se nos ha mostrado últimamente muy preocupado por la suerte de algunos pescadores secuestrados por piratas en el mar que baña la costa de Somalia. En general se nos ha expuesto el asunto como una especie de aventura exótica extraída de una novela de Stevenson, aunque, como suele decirse, con su “lado humano”. Hemos visto y escuchado a los expertos y también a las esposas de los pescadores secuestrados, clamando por la protección del Estado. Los tertulianos que viven de remover y engullir las malolientes heces del Gran Padre han comentado el hecho con la insistencia aturdidora que en ellos es habitual, y con la misma insistencia han propuesto diversas soluciones, la intervención de la marina de guerra entre ellas. Que la autoridad acuda en auxilio de unos modestos contribuyentes en apuros parece cosa de lo más normal, y sin embargo el asunto ofrece una perspectiva muy diferente cuando dejamos a un lado los periódicos, las emisoras de televisión y radio nacionales y nos tomamos la molestia de buscar información en otra parte.

No se trata de que la pesca industrial e intensiva haya eliminado caladeros y mermado especies hasta casi la extinción, y de que por ello le sea preciso al sector (subvencionado como tantos otros) buscar nuevos caladeros en lugares donde nunca se aventuró la flota española; este ya es un hecho sabido. El descubrimiento de la costa de Somalia, y esto es menos sabido, lo hizo la industria pesquera internacional en 1991, fecha en que fue derrocado el gobierno por una conjura militar, lo que precedió a una cruenta guerra civil. Desde entonces la voraz pesca furtiva internacional ha arrasado la riqueza piscícola de un país que es incapaz de vigilar sus aguas, que no tiene voz en ningún foro y que es además uno de los más pobres de la Tierra. Las flotas dedicadas a la Pesca Ilegal No Declarada y No Reglamentada saquean anualmente unos 450 millones de dólares, en mariscos y diversas especies piscícolas, del mar somalí. Pero es que además los Grandes Padres del hemisferio rico han descubierto que esta costa es ideal para verter sus residuos tóxicos. Según Nick Nuttall, portavoz del Programa de Medio Ambiente de las Naciones Unidas (UNEP), “Somalia está siendo utilizada como vertedero para desechos peligrosos desde comienzos de los años 90, y lo ha seguido siendo durante la guerra civil desatada en ese país. La basura es de muy diversas clases. Hay desechos radioactivos de uranio, que es la basura principal; y metales pesados como cadmio y mercurio. También hay basura industrial, residuos de hospital, basuras de sustancias químicas y todo lo que podamos imaginar.” En 2004 el tsunami que azotó al país reventó envases y contenedores, y gran diversidad de sustancias tóxicas fueron arrastradas hasta las playas. El resultado fue un segundo tsunami sanitario en forma de hemorragias abdominales, infecciones en la piel y otras dolencias. Este movimiento internacional de residuos peligrosos se produce en contra de lo establecido por los propios países de la Unión Europea en la Convención de Basilea de 1992.

También en esos años los pescadores somalíes, en vista de que no recibían protección de su propio Estado ni de la comunidad internacional, decidieron formar un Servicio de Guardacostas Voluntario con el fin de “acabar con la pesca ilegal y con la descarga de residuos en nuestras costas”. A tal fin persiguen a los pesqueros ilegales y demás flotas que operan en la zona con la intención de disuadirles y, en su caso, aplicarles un “impuesto”. A estas alturas cabría preguntarse: ¿Quiénes son los piratas?

Lo dicho hasta aquí debería dar que pensar, especialmente porque nada han dicho nuestros medios de comunicación acerca de lo que realmente sucede en las costas de Somalia. Resulta trágicamente irónico que al final de este asunto aparezca también un vertedero, como los que sí vemos cotidianamente en nuestra prensa: en ellos se busca a mujeres o niñas desaparecidas, documentos comprometedores, historiales médicos. ¿Qué no habrá en los vertederos españoles? ¿Estará por ahí también la democracia? A la vista de tales cosas, queda claro que aquí tenemos basura para dar y regalar, y hasta podría decirse que la basura es nuestro gran tema de conversación y nuestro gran (quizá único) sector productivo. En las últimas décadas hemos tenido tiempo de acostumbrarnos a ella hasta el punto de no percibir ya su hediondo olor. Pero hay una buena noticia: y es que podemos sentirnos seguros ahora que sabemos que Padre Estado, por fin, también está en nuestros vertederos (y en los ajenos).

Aquí encontrarás más información sobre los "piratas" somalíes.
Y aquí sobre la guerra civil de Somalia.
.