martes, 30 de octubre de 2012

LECTURA POSIBLE / 77


UNA LETRA FEMENINA AZUL PÁLIDO, OBRA MAESTRA DE LA NOVELA CORTA

La publicación en catalán hace algunos años de Una lletra femenina de color blau pàl·lid (Edicions 1984, 2009) es, salvo error, la última edición en las letras peninsulares de un libro de Franz Werfel, autor austríaco de origen checo cuyo conocimiento entre nosotros es inferior a la calidad de su obra. De ésta han sido editadas en España varias novelas, entre ellas Los cuarenta días del Musa Dagh, extensa narración sobre el destino de los armenios en Anatolia durante la Gran Guerra; La canción de Bernadette, escrita por el autor en agradecimiento a la ayuda que recibió en el santuario de Lourdes durante su huida del nacional-socialismo y que dio lugar a una oscarizada película; y Reunión de bachilleres, libro de difícil clasificación en el que unos ex compañeros de estudios dirigen una mirada nada complaciente a su propio y turbio pasado. A lo que hay que añadir al menos tres de sus novelas cortas, La muerte del pequeño burgués, El secreto de un hombre y esta que ahora comentamos.

Werfel fue también dramaturgo y poeta, y su nombre figura en la crónica rosa de la Europa de entreguerras por su matrimonio con quien de soltera se llamaba Alma Schindler, que a lo largo de su agitada existencia, antes de adquirir el apellido Werfel, ostentó los de Mahler y Gropius. Como un “judío patizambo de abultados labios” describió Alma en 1917 a quien con el tiempo habría de ser su tercer marido, con el que en 1940 protagonizaría una épica evasión a pie a través de los Pirineos y luego, cruzando España, hasta Lisboa, de donde partieron hacia Nueva York y finalmente a Los Ángeles. A este viaje físico y a la vez simbólico hacia Occidente, que tantos debieron hacer por aquellas fechas, ha aludido Claudio Magris en algunos de los libros que ha escrito acerca del desarraigo judío, y en especial en Lejos de dónde, obra cuyo título procede de un amargo chiste del que también se hace eco Werfel en Una letra femenina azul pálido. En efecto, a las palabras de un personaje del relato que comunica su intención de marchar a América, en vísperas de la Anexión de Austria por el III Reich, el protagonista comenta: “Eso queda lejos”, a lo que el primero responde: “¿Lejos de dónde?”

Para quienes, como Werfel y Alma, lo habían tenido todo en la Centroeuropa anterior a 1933, el viaje hacia Occidente, y el desarraigo que éste aparejaba, fue la constatación de la pérdida de todo menos la vida, pérdida física de un suelo bajo los pies y a la vez espiritual, la de un mundo ya irrecuperable y cuya ausencia constituía el principio de un incierto exilio que para ellos sería definitivo. Pues no es poca cosa el camino que va desde la Praga natal de Werfel, que era también la de Kafka y Max Brod, hasta el Hollywood donde pasó sus últimos años. Al pie de las colinas de esta ciudad californiana escribió Werfel Una letra femenina azul pálido, narración que constituye una vuelta al pasado, o más bien un regreso del pasado en figura humana, quizá un intento inconsciente del autor de tender un último e inútil puente con lo que había quedado atrás.

El argumento es el siguiente: a sus cincuenta años, Leónidas es un triunfador que ha conseguido elevarse desde su humilde origen hasta convertirse en importante funcionario del Ministerio de Educación austríaco. El éxito social, de hecho, es un destino que ya está inscrito en su “ridículamente pretencioso” nombre, el cual le fue asignado por deseo de su padre, oscuro catedrático de instituto. En el triunfo de Leónidas ha desempeñado un relevante papel un frac, adminículo indispensable en la época para obtener el acceso a los bailes y las reuniones de la alta sociedad. Por el propio personaje sabemos que dicho frac lo heredó de un compañero de estudios judío que decidió suicidarse. Sirviéndose del frac y de una inesperada habilidad para bailar el vals, Leónidas conoció a Amelie, una de las más ricas herederas de Austria, la cual rechazó a todos sus pretendientes para casarse con él, en contra de la voluntad familiar. Este matrimonio no sólo abrió a Leónidas la puerta de la carrera ministerial, sino que también le convirtió en millonario. Así, desde hace años, el personaje lleva una existencia encumbrada por el respeto y la admiración general, pero al mismo tiempo gris y carente de interés. En medio de esto (y aquí comienza el relato), Leónidas recibe una carta.

Vera es la autora de esta carta, una judía alemana a la que Leónidas conoció muchos años atrás, cuando debía ganarse la vida dando clases particulares. Entonces ella era una inteligente joven de quince años. Frente a ella, el todavía en aquella época modesto Leónidas se sentía cohibido y humillado, lo que no le impidió desarrollar un secreto afecto hacia la joven, quien no le mostró nada más que indiferencia. Tiempo después, con motivo de un viaje que el protagonista debió realizar, volvió a encontrarse con Vera. Pero la situación, en este segundo encuentro, era diferente. Para entonces ya llevaba dos años casado, y su nueva posición le había permitido alcanzar una desenvoltura social de la que hasta entonces, aquejado de un sentimiento de inferioridad, había carecido. El reencuentro con Vera dio lugar a unas semanas de pasión amorosa que constituyeron el primer y único desliz matrimonial de Leónidas, el cual hizo creer a la joven que seguía libre, y no sólo eso: durante algunos días ambos llegaron a hacer planes para su propia boda, inmersos como estaban en los sentimientos de esa anticipada luna de miel, sentimientos verdaderos en el caso de Vera, falsos en el de Leónidas, que sabía que su esposa le estaba esperando. Tales engaños culminaron en el momento de lo que parecía ser una transitoria despedida: él en el estribo de un tren, y ella en el andén de la estación, recibiendo una ilusoria promesa de amor.

Aquellos hechos sucedieron hace dieciocho años, y entretanto el único contacto entre Vera y Leónidas fue una primera carta que aquélla le envió y que éste rompió sin haber leído. La aprensión con que lee la segunda carta de esta mujer ahora convertida en intrusa supone el inicio de un proceso mental en el que todas las seguridades y comodidades del protagonista se verán trastornadas, poniéndole por fin en situación de reconsiderar moralmente la índole de sus actos. El autor nos desvela paso a paso el cambiante estado psicológico del personaje, que termina por afectar seriamente a su trabajo, a su relación con Amelie y también a su manera de interpretar los sucesos de esos años, en los que Alemania había caído en poder del nazismo y se aprestaba a extender su dominación también sobre la adormecida Austria. Así, la inicial novelita romántica, casi un folletín, termina por cobrar una dimensión imprevista. Pues sucede que el contenido de la carta, en su aparente ambigüedad, revela no poco del estado de ánimo personal y colectivo en aquellos tiempos, cuando quienes se sabían protegidos en su confortable vida privada podían permitirse ignorar a conciencia la realidad del entorno, en la creencia de que ésta, y la catástrofe inminente, pasaría a su lado afectando quizá a otros, pero dejando su privilegiada posición intacta, más allá de toda convulsión y de toda amenaza. Una creencia que, como sabemos, era tan egoísta como equivocada.

Las apenas ciento cuarenta páginas de la novela de Werfel constituyen un retrato psicológico de primer orden de la Centroeuropa anterior a la II Guerra Mundial, pero también de aquellas sociedades avanzadas que, en todo tiempo y lugar, sufren lo que Freud pocos años antes llamó el malestar en la cultura y que acompaña a todas las crisis civilizatorias, las cuales, junto a los grandes acontecimientos que después recogerán los libros de Historia, incluyen también otros acontecimientos no menos destacados, aunque casi siempre desconocidos, de orden moral. Estos son los dominios del novelista que, como Werfel, sabe leer su propia contemporaneidad y arrojarla a la cara del mundo por medio de su obra. Hoy la lectura de Una letra femenina azul pálido, novela que entre nosotros está necesitada de una urgente reedición, ya no puede ser inocente, y si los escritores y aprendices de escritores la abordan con la conciencia de que se trata de una pieza magistral en su género, el de la novela corta, no es menos cierto que el lector corriente, tras su lectura, también podrá ver trastocada su concepción del mundo actual y del lugar que en él ocupa. Y es que toda la seguridad y la fortaleza de una vida privada y de una pretendidamente definitiva posición social, en determinados tiempos, pueden no ser otra cosa que una absurda y grotesca ficción. Basta, a veces, que llegue una carta.

martes, 23 de octubre de 2012

DISPARATES / 46


PETROS MÁRKARIS: UNA MIRADA A LA CRISIS DE EUROPA

Este verano Le Monde dedicó una serie de reportajes a averiguar con qué se divierten los europeos. País por país, los autores describieron a los humoristas y a los personajes de ficción que con sus bromas e historias, por medio del cine, la televisión o cualquier otro medio, hacen reír a los habitantes de la Unión Europea. En el capítulo de dicha serie dedicado a España el protagonista absoluto era Torrente, el despreciable personaje creado por Santiago Segura, cuyas películas han batido records de taquilla. Bajo el título de Torrente, el policía libertino, inmoral e hilarante la corresponsal en Madrid de Le Monde, Sandrine Morel, explicaba a sus lectores la naturaleza de este individuo como un producto genuino de la sociedad española, a la vez que se preguntaba si su éxito no sería consecuencia de que Torrente muestra a los españoles una parte de su propia realidad que ellos, los españoles, en general prefieren ignorar.

Si hoy echamos un vistazo a las mesas de novedades de nuestras librerías, posiblemente nos sorprenderá comprobar la distancia abismal existente entre lo que se escribe y publica y lo que desde hace tiempo viene siendo materia general de preocupación y conversación en la calle. La literatura de evasión, como el cine, parecen hoy dar la razón al ministro del ramo que considera que la cultura es un mero entretenimiento, y da la impresión de que tal estado de cosas es el que impera igualmente en Europa, donde la realidad ha pasado a ser invisible en la industria cultural. Las únicas excepciones a lo anterior podemos encontrarlas en el género de la sátira, al que pertenece nuestro Torrente, y en el policíaco, en el que desde hace algunos años viene ejerciendo su magisterio el griego Petros Márkaris.

Los artículos y conferencias que componen la mayor parte de La espada de Damocles los escribió Márkaris entre 2009 y este mismo año, mientras redactaba los dos primeros volúmenes de su “trilogía de la crisis”, el primero de los cuales, Con el agua al cuello, se publicó en España en 2010 con gran éxito. El libro que aquí comentamos se completa con una entrevista que se publicó en el Diogenes Magazin, revista trimestral de Diogenes, la editorial que publica la obra de Márkaris en alemán.

Márkaris nació en Estambul en 1937, hijo de padre armenio y madre griega. Estudió economía en Viena y residió algún tiempo en Grecia como apátrida, hasta que obtuvo la nacionalidad tras la caída de la dictadura de los coroneles. Colaboró con Theo Angelopoulos en diversos  guiones, entre ellos los de La mirada de Ulises y La eternidad y un día. Es guionista de televisión y autor teatral. Sin embargo, hasta la invención del personaje del comisario Kostas Jaritos, su principal dedicación fue la cultura alemana, siendo el más importante traductor al griego de las obras de Arthur Schnitzler, Bertolt Brecht y Thomas Bernhard. Hoy es uno de los intelectuales de mayor influencia en su país, y sus artículos aparecen regularmente en la prensa alemana, para la que se ha convertido en una especie de experto al que es obligado consultar acerca de los asuntos griegos.

Turbios asuntos, habría que decir, que se asemejan a los nuestros y que Márkaris expone en este libro con el propósito de intentar entender y explicar las razones de la crisis. Hay un par de observaciones que son constantes en estos artículos, y que ilustran la situación a la que ha llegado la economía griega. En primer lugar el autor insiste en que la crisis, además de a la deuda del Estado, obedece a la gigantesca dimensión de la deuda privada. Y en segundo, según afirma Márkaris repetidamente, el problema griego, que no viene de ayer, es ante todo político.

La ingente deuda pública, nos cuenta el autor, no ha sido creada por las partidas presupuestarias en las que ahora se recorta (sanidad y educación), sino por la práctica, común a los dos partidos gobernantes, del clientelismo, lo que queda demostrado por el hecho de que en apenas treinta años “la función pública casi se ha cuadruplicado, porque la mayoría de los gobiernos no la consideraban un servicio público, sino una estructura nebulosa en la que se podía colocar a amigos, con el único objetivo de ganar electores”. Los dos partidos mayoritarios, según Márkaris, habrían ejercido sobre el Estado un auténtico vampirismo político y económico que ha rendido inmensos beneficios a sus compadres de dentro y de fuera de Grecia. De ello baste citar dos ejemplos: los 11.500 millones de euros que oficialmente costaron al país los Juegos Olímpicos de 2004, transferidos por contratas millonarias a empresas de construcción que se encargaron de erigir unas instalaciones a las que hoy el abandono ha llevado a la ruina; y el incalculable gasto militar de las últimas décadas a cuenta del secular conflicto con Turquía, nación que entretanto también se ha endeudado gravemente mediante la compra de armamento, lo que resulta aún más sangrante si se tiene en cuenta que ambos países son aliados en virtud de su pertenencia a la OTAN. A este respecto, Márkaris cuenta una jugosa anécdota: ya en plena crisis, en 2010, el ministro alemán de Asuntos Exteriores visitó Grecia para persuadir a los griegos de las ventajas de la contención del gasto, lo que no le impidió negociar en secreto un contrato para la compra por el Estado griego de nuevos cazas alemanes Eurofighter, que debían sumarse a un contrato negociado previamente que, además del Eurofighter, incluía tanques Leopard, también de fabricación alemana, y una partida de Mirage. Los miembros de la “troika”, resume Márkaris, llegaron con unas enormes tijeras para recortar todo lo recortable, con una única excepción: no tocaron el equipamiento militar para que, en la medida de lo posible, no se enfadaran algunos países europeos”.

Otra cuestión no menos política, pero también cultural, es la que se refiere a la deuda privada. Hasta su ingreso en la Comunidad Económica Europea, nos dice Márkaris, Grecia era “un país pobre que sabía vivir decentemente con su pobreza”. Situación que cambia radicalmente a principios de la década de los ’80, cuando al país empiezan a afluir las subvenciones procedentes de Europa. Así, “los griegos ya no necesitaban ninguna ‘cultura de la pobreza’, pero tampoco habían desarrollado ninguna ‘cultura de la riqueza’”. A resultas de lo cual, “el consumo se convirtió en la fuerza motriz de la sociedad”. Un consumo desenfrenado y no sustentado por ninguna actividad productiva real, sino sólo por el crédito, fenómeno alentado y aplaudido por el gobierno, por los partidos mayoritarios y por los medios de comunicación. Y, naturalmente, por la banca.  A lo que hay que añadir que la parte de la sociedad que nunca se benefició de dicha riqueza es justamente “la que trabaja desde hace décadas de manera productiva, que constituye la verdadera y única fuerza motriz de Grecia” y a la que se debe que el país no haya quebrado completamente, hasta ahora.

Esa parte productiva es la que menos se ha tenido en cuenta en la política griega, cosa que no ha cambiado con la crisis, la cual, según el autor, ha dividido a la sociedad en cuatro grupos: los beneficiarios, entre los que se encuentran las empresas de construcción y los proveedores farmacéuticos, “sectores corruptos que financiaban las campañas electorales a los diputados, quienes a su vez se aseguraban buenos puestos de trabajo para sus familiares”; el segundo grupo es “el de los mártires, dueños de pequeñas y medianas empresas, sus trabajadores y los pequeños autónomos, que han perdido la esperanza y para los que no existe perspectiva alguna de alcanzar un futuro mejor”; el conjunto de los enchufados en los cargos públicos y en los sindicatos constituye el tercer grupo, el de “los Moloch”, una comunidad tan influyente como inepta que no se conformó sólo “con los puestos clave [en el Estado], ya que muy pronto todo el aparato estaba en las manos de los miembros del PASOK y sus contactos”, lo que explica que casi uno de cada dos militantes de este partido ocupe un puesto en la Administración; y, por último, el grupo “que más me preocupa”, nos dice Márkaris, “el de los jóvenes griegos, sentados todo el día frente al ordenador, buscando en internet, desesperados, un trabajo, sea donde sea”.  

En el artículo ¿Sólo una crisis financiera?, Márkaris utiliza argumentos históricos para presentar un cuadro político y económico sin el que habría sido imposible la deriva del Estado en los últimos años. Y concluye: “Grecia vive hoy la fase final de un sistema fracasado. Y le hemos pedido a la misma clase política que ha regalado la crisis al país que se ocupe de sanearlo y sacarlo de esta situación. Sin embargo, estos políticos han perdido por completo su credibilidad”. 

El mensaje de Márkaris es inquietante doblemente, no sólo porque tal estado de cosas haya caído de golpe sobre un país de la Unión Europea, sino también porque, salvando las diferencias históricas entre ambos países, lo que acontece hoy en Grecia parece marcar el rumbo de nuestro futuro inmediato. Es posible que el contenido de algunos de los artículos de La espada de Damocles a día de hoy haya quedado algo desfasado, a la vista de las nuevas exigencias que allí formula la “troika” casi a diario, pero tal es el riesgo que debe correrse cuando, como dice el propio Márkaris, se ocupa uno “de temas de actualidad cuya evolución todavía no ha concluido”. En efecto, los hechos a los que se refiere el autor están lejos de llegar a su final, no sólo en Grecia, y si este libro nos ayuda a comprenderlos, también sirve para ilustrar los principios de una solidaridad internacional hoy indispensable. A ella se refiere Márkaris también en su obra de ficción, la cual debe mucho a los artículos que componen este libro. En uno de dichos artículos, titulado Las luces se apagan en Atenas, el autor acusa a esos beneficiarios y miembros del grupo de “los Moloch” de haber allanado el camino de la crisis: “Ayer ellos estaban en la cima. Hoy son sus hijos los que caen en el abismo. Y mañana los padres experimentarán la rabia de estos niños”.

martes, 16 de octubre de 2012

DISPARATES / 45


DISIDENCIAS EN TORNO AL AUTOR DE PARA ACABAR CON EL JUICIO DE DIOS

“Es imposible escribir o hacer teatro a partir de Artaud”, escribió hace tiempo Gérard Durozoi, quien añadió: “La única fidelidad concebible consistiría en ‘vivir a Artaud’ (y aun sería menester no repetir simplemente su trayectoria): vivir su propio cuerpo, vivir la imposibilidad de pensar, vivir el sufrimiento cotidiano, sin transformarle por ello en modelo o ‘maestro de pensar’”. Estos días, y hasta el 17 de diciembre, una exposición del Museo Nacional Reina Sofía propone una reflexión acerca de la afirmación anterior, reflexión ampliada a los campos de las artes plásticas, la música, la radio y el cine, y que viene a ser finalmente un retrato de la disidencia y la vanguardia a mediados del siglo XX.

No hay tal vez en la cultura occidental una figura semejante a la de Antonin Artaud, cosa que no deja de ser un disparate, ya que a fin de cuentas Artaud, por lo que sabemos de él, por lo que contó de sí mismo y lo que otros contaron acerca de él, no era sino un hombre que sufría. Su biografía más presentable nos muestra a un actor que trabajó en más de veinte películas, algunas de las cuales ya son parte de la historia del cine, Napoleón de Abel Gance y La pasión de Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer entre ellas; actor de teatro, por supuesto, pero actor de un teatro que apenas fue entendido en su época y que le convirtió, sin quererlo, en teórico de la dramaturgia y, de paso, de la vida; surrealista; viajero en México, donde se familiarizó con la religión y la ciencia de los tarahumaras y con el peyote; escritor radiofónico y víctima de la censura; y sobre todo loco, pero loco impenitente que ignoró todo arrepentimiento. Pues cada tentativa de corregirle, por medio de la más avanzada ciencia de su tiempo (el electroshock), no sirvió sino para confirmarle en su locura y en su desesperada coherencia. Esa obstinada moral suya, ¿no recuerda un poco a la vida de los santos? Refiriéndose a uno de ellos, Samuel Beckett escribió: “¿Es justo tomar a Tomás de Kempis como un guía puramente ético y despojarle de toda dimensión trascendental? ¿Cómo puede su código ético salvarle a él de los sudores y temblores y pánicos y cóleras y rigores y estallidos del corazón que sufre?” De lo que podría inferirse, en el caso de la locura y el arte de Artaud, que ambas cosas no eran atributos de la persona, sino la persona misma, única, trascendente, a la que le era preciso regresar al caos y la oscuridad prerracionales como paso previo al acto creativo. Acaso la culpa la tuvo Marsella, donde nació.

Artaud pensó un arte revolucionario que iba más allá de lo pensado por André Breton y de lo imaginable en su tiempo. Ese arte todavía hoy estamos lejos de imaginarlo, lo que no impide que algo de él nos llegue de vez en cuando en forma de eco o de proyecto, casi siempre abortado. Es un arte de lo visible y lo audible, y que acaso, en su forma más pura, tiene un único espectador, el cual no es otro que el propio cuerpo que lo asimila simultáneamente en el instante mismo de crearlo. Pobre definición ésta, ideada con palabras, que apenas constituye un pálido reflejo del arte-locura presentido por Artaud, quien alguna vez afirmó: “No sé nada, o más bien sé, y quizá sea muy peligroso decirlo, que no es el sentido el que crea las palabras, sino éstas a aquél”.

Una reunión de esos ecos y proyectos, contemporáneos al mismo Artaud, es lo que muestra la exposición a la que nos referimos, y que indirectamente, por la aproximación a la época y al entorno de Artaud, por la misma diversidad de los territorios en ella abarcados, constituye un ejemplar retrato del personaje y de lo que, a la manera de Benjamin, podríamos llamar su “aura”, aura de hombre constituido él mismo en arte, disperso en formatos tradicionales y en otros que en la época de su creación carecían hasta de nombre, a los que hoy nos hemos acostumbrado a llamar happenings, y que en su tiempo, de manera quizá más exacta, sus autores llamaron “poesía física” o “poemas espaciales”, y de los que aquí hay notables muestras escasamente conocidas entre nosotros. En su conjunto, dichas muestras, a veces problemáticamente vinculadas entre sí, conforman un contexto en el que Artaud actúa como referencia necesaria, aunque sea a pie de página.

La pervivencia de Artaud en las artes visuales invita a explorar la manera en que las vanguardias de raíz surrealista y dadaísta intentaron trascender los límites del lenguaje, tanto hablado como escrito. Principal formulación de lo anterior, el “movimiento letrista” creado en 1946 por Isidore Isou y Gabriel Pomerand redujo la poesía a la letra, incorporando signos tomados de distintos lenguajes a los que correspondía un nuevo potencial significante. Colaborador del primero de ellos, junto a Guy Debord, fue Gil Wolman. A éste se debe la llamada “poesía física”, la cual incluía ideas como el megapneuma, y que se servía de la respiración para la creación de sonidos somáticos incorporados al lenguaje racional. François Dufrêne cultivaría una nueva forma de poesía fonética que rompía con las estructuras del lenguaje. Era el “ultraletrismo”, que abrió nuevas vías a la expresión de la voz humana en la música de vanguardia. Ambas experiencias, la visual y la sonora, habrían de tener una accidentada existencia en las décadas siguientes, siendo particularmente perceptible la primera de ellas en los affiches y en el variopinto muestrario visual de Mayo del 68.

Un capítulo aparte, que la exposición rastrea con múltiples documentos de la época, es el que constituye la aplicación de las ideas letristas, y en especial la ruptura del lenguaje convencional, en la música. A este contexto pertenece Theatre Piece #1, la obra que John Cage escribió inspirándose en la traducción inglesa de El teatro y su doble, y que habría de cobrar gran relevancia, mediante el uso del piano preparado y del azar, en la obra del compositor americano. Pues de algún modo las peculiares sonoridades adquiridas por el instrumento, al ser presionadas sus cuerdas por diversos objetos, viene a convertirse en “música física” que, al igual que sucede con la poesía, incorpora sonidos que son propios del órgano emisor, los cuales intervienen en la creación del irrepetible momento musical, condicionado, también aquí, por su respiración interna.

Esta vertiente norteamericana del pensamiento de Artaud tendría su continuación en el Living Theatre y en las experiencias que el propio Cage compartiría con Merce Cunningham y Robert Rauschenberg. Paralelamente, y a la sombra de Artaud, en 1953 el poeta sueco Öyvind Fahlström publicó el primer manifiesto de poesía concreta. Un año antes, en São Paulo, ciudad natal de Fahlström, los hermanos Pignatari, Haroldo y Décio, fundaron el grupo Noigrandes, que tendría gran repercusión en la poesía en lengua portuguesa.

La exposición reúne abundante material en diversos soportes: cine, radio, fotografía, partituras, etc., y no descuida un aspecto central en el pensamiento de Artaud: el de la terapia, tan relevante para quien sufrió todos los males físicos y psíquicos de su tiempo. El conjunto de dichos materiales supone un recorrido por el tan traído y llevado “teatro de la crueldad”, acerca del cual teorizó Artaud, que nunca pudo llevar a la práctica y que consistía principalmente en un intento de liberación del lenguaje, o más bien de los significados del lenguaje. Que su propuesta siga siendo hoy enigmática no es más que un indicio del vigor que conserva, y que alienta en su propia obra tanto como en la de estos inesperados epígonos que dieron en su momento una nueva y audaz dimensión a la palabra vanguardia, palabra de oscuro significado en nuestros tiempos. A aclarar este significado contribuyó Artaud en una carta de abril de 1936 enviada desde México a su amigo Jean Paulhan. Por aquel entonces su situación económica era desesperada y urgía a su amigo a influir sobre Gallimard para que publicase El teatro y su doble. Decía así: “Es preciso que Gallimard sepa que la Revolución se incuba en todas partes y que es una Revolución por la cultura y en la cultura, y que no hay más que una sola cultura mágica tradicional, y que la locura, la utopía, el irrealismo y lo absurdo van a convertirse en realidad”.
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martes, 9 de octubre de 2012

LECTURA POSIBLE / 76


JORGE GIORDANI Y EL SOCIALISMO VENEZOLANO

La reelección de Hugo Chávez, este domingo, como presidente de Venezuela abre una nueva etapa en el proceso de transformaciones sociales y económicas del país caribeño, proceso iniciado en 1998 y que experimentó un impulso considerable tras el intento de golpe de estado y el paro patronal de los años 2002-2003. Dotada de una nueva Constitución y de masivos programas sociales financiados por PDVSA, la empresa petrolera nacional, Venezuela ha conseguido cumplir por anticipado gran parte de los Objetivos del Milenio establecidos por la ONU, lo que significa la reducción del porcentaje de personas en estado de pobreza extrema (del 25% en 2002 al 7,2% en 2009), la erradicación del analfabetismo, la universalización de la enseñanza general básica, la eliminación de las desigualdades entre géneros en la enseñanza primaria y secundaria, la reducción del desempleo (que se encuentra en torno al 7,9%), la disminución de la mortalidad infantil y la mejora de la salud materna, el acceso al agua potable y la aplicación de principios de desarrollo sostenible en las políticas nacionales. Todo ello en el marco de una economía que creció un 4% en 2011 y que se prevé alcanzará un crecimiento similar en el año en curso.

El llamado “socialismo del siglo XXI”, junto a una amplia participación del poder popular bajo diversas formas, cuenta con inspiradores teóricos de los que poco se habla pero que son esenciales para entender la magnitud y la orientación de los procesos sociales y económicos que vive Venezuela. Uno de ellos es el filósofo István Mészáros, profesor emérito de la Universidad de Sussex y miembro de la célebre Escuela de Budapest fundada en su día por Georg Lukács. Su obra El desafío y la carga del tiempo histórico: El Socialismo del siglo XXI obtuvo en 2008 el Premio Libertador al Pensamiento Crítico. Otro, a quien cabe atribuir una participación directa en la marcha de la economía de aquel país, es Jorge Giordani, autor prolífico del que comentaremos aquí una de sus obras más influyentes, La transición venezolana al socialismo, y su último libro, Impresiones de lo cotidiano 2011, que ha sido publicado en Caracas este mismo año.

Giordani nació en 1940 en San Pedro de Macorís, República Dominicana, hijo de un italiano que combatió en España en una de las Brigadas Internacionales, la Garibaldi, y que más tarde junto a su familia se trasladó al estado Trujillo, en los Andes venezolanos. Al concluir sus estudios secundarios, y como exiliado dominicano, Giordani se adhirió al movimiento de oposición al régimen del dictador Rafael Trujillo, “El Jefe”, en cuyo sangriento historial figuran los 20.000 inmigrantes haitianos asesinados bajo sus órdenes en la llamada Masacre del Perejil. En 1959, ya con la nacionalidad venezolana, Giordani marcha a Europa para concluir sus estudios, graduándose en ingeniería eléctrica en la Universidad de Bolonia y obteniendo el doctorado de planificación en la de Sussex, donde se familiarizó con la obra y el pensamiento de Mészáros. A su regreso, pasa a ser catedrático de la Universidad Central de Venezuela y es reconocido como uno de los dirigentes de la izquierda en el ámbito universitario. Como tal formó parte de una comisión que visitó en la cárcel al entonces teniente coronel Chávez, tras su fallido intento de golpe de estado. A aquel encuentro, que supuso el inicio de una larga y fructífera colaboración, sucedió la tutoría ejercida por Giordani en la tesis de ciencias políticas con que Chávez concluyó sus estudios en la Universidad Simón Bolívar, así como el respaldo de aquél y de su partido de entonces, el Movimiento al Socialismo, a la candidatura de éste en las elecciones presidenciales de 1998.

Giordani es articulista y autor de numerosos ensayos centrados en la historia, la actualidad y las perspectivas de la economía desde un punto de vista marxista, en especial sobre el caso venezolano. Entre sus obras más difundidas pueden destacarse La planificación como proceso social (1980), Inclusión social y distribución del ingreso (2006), Gramsci, Italia y Venezuela. Apuntes e impresiones (2009), la ya citada La transición venezolana al socialismo (2009), Marx no estaba muerto, se encontraba de parranda (2010) y la serie Impresiones de lo cotidiano, una especie de cuaderno de bitácora anual que cuenta ya con varios volúmenes.

La transición venezolana al socialismo desarrolla ideas expuestas por Giordani en trabajos anteriores. Se trata de una propuesta alternativa a un capitalismo “ahogado en las profundidades de una crisis financiera global que no sólo tiene impacto en lo económico y social, sino también en lo político-cultural”. Una parte del libro está dedicada a estudiar las nuevas formas de poder popular que convergen en la superación de un gastado marco político, el de la democracia representativa, progresivamente enriquecida con nuevos modos e instituciones en las que “el pueblo tiene un mayor protagonismo, tanto en su participación como en su corresponsabilidad”. A este respecto cabe señalar el papel de una original aportación venezolana a la democracia participativa: los consejos comunales, órganos territoriales con entidad jurídica que tienen su origen en el movimiento social y que aspiran a convertirse en instrumentos de la soberanía popular y la descentralización.  

El autor reivindica a Antonio Gramsci, y en particular sus ideas acerca de la hegemonía cultural como medio de emancipación y transición al socialismo. De especial relevancia en dicho proceso es el papel del partido llamado a liderar la transformación social, a lo que se refiere Giordani en las páginas dedicadas a estudiar la organización y la estructura del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), formación creada en 2006. Para el autor, la transición pacífica y democrática al socialismo es un proceso en el que la atención continuada a las demandas populares puede y debe armonizarse con la preservación igualmente continuada de la utopía, entendida ésta como horizonte cuya viabilidad (y visibilidad) se construye de manera cotidiana. 

Esta utopía, según Giordani, se convierte en irrenunciable cuando puede detectarse una “crisis estructural del capital” como la que hoy se vive en el mundo, que “pone en tensión la vida de la totalidad de los seres humanos [y que] no tiene solución en el contexto social de las leyes objetivas del metabolismo del capital”. En el caso concreto de Venezuela, el proceso de transición al socialismo pasaría por la superación de un paradigma económico que en el pasado se mostró nefasto: el de la renta petrolera, que debe ser sustituido por una economía productiva que busque solución a los problemas fundamentales de la “lógica del trabajo” y que permita a la vez saldar la deuda social que históricamente el Estado ha contraído con el pueblo. De ahí la necesidad de que los beneficios del petróleo nacionalizado sirvan para financiar los ambiciosos programas sociales, a la vez que contribuyan a impulsar una actividad productiva, sobre todo en los ámbitos de la industria y la agricultura.

Que la transición política y económica antes descrita tenga lugar en un marco legal profundamente democrático implica la convivencia de la revolución, y de las fuerzas que la impulsan, con una oligarquía conservadora que fue todopoderosa y que se niega a perder sus privilegios, oligarquía que además cuenta con poderosos aliados internacionales y con el control de los medios de comunicación. Junto a esto, Giordani advierte igualmente del riesgo de que el socialismo productivo se convierta en Venezuela en socialismo rentístico, lo que daría lugar a la sustitución de una oligarquía por otra, surgida ésta última en el seno de la misma revolución. A tal fin critica tres tendencias cuya importancia no es posible ignorar: el clientelismo, el personalismo y lo que él llama la “dedocracia”, formas todas ellas de corrupción que propician la ineficiencia del Estado y a cuya neutralización están llamados el PSUV y el poder popular con los medios de que disponen para “transformar realmente a la sociedad y a ellos mismos como sujetos del cambio”.

También una parte de Impresiones de lo cotidiano 2011 está consagrada a la crítica de la burocracia y de la nueva clase empresarial creada a la sombra del crecimiento económico de los últimos años, clase que imita los hábitos de la oligarquía tradicional y cuya creciente influencia constituye un desafío no menor para el nuevo período 2013-2019 inaugurado tras las elecciones del domingo.

Este volumen, segundo de la tercera trilogía de Impresiones de lo cotidiano, y como las entregas anteriores, viene a ser un cajón de sastre en el que Giordani deja caer sus reflexiones acerca de la política y la economía, así como otras de cariz personal. Son el compendio de una realidad en permanente ebullición, realidad en la que subsistimos invadidos por la telemática y en la que “en nuestra propia cotidianidad de seres humanos llegamos a volvernos insensibles ante el permanente bombardeo de noticias, sucesos y eventos que terminan por atropellar con la propaganda comercial y de mal gusto”. En una sociedad en la que todo se ha convertido en mercancía y en valor de cambio, incluyendo la misma vida, “al unísono despierta la conciencia de muchos por otro tipo de sociedad”, una conciencia que no es sólo política, sino también cultural y ciudadana, y que reclama nuevas vías en un proceso civilizatorio global. 

En la construcción venezolana de dicha alternativa, tan compleja como apasionante, desempeña un papel notable este autor que es a la vez ministro de Planificación y Finanzas, en cuya obra conviven la erudición con una ironía no exenta de humor y que, como se ha visto, desde su responsabilidad en el gobierno de Venezuela, no esconde, sino todo lo contrario, su denuncia de las perversiones e insuficiencias de una sociedad en tránsito, la cual ofrece su experiencia al resto del mundo y a un neoliberalismo fuera de control que cada vez es percibido por más gente como una amenaza. Y no sin motivo. Pues lo que se llama la globalización, como ha escrito Giordani, “la percibimos como un proceso de internacionalización del capital llamado a obtener mayores beneficios y a condenar al Estado y a la sociedad a permanecer en una situación de letargo e inmovilismo, sumergidos en una crisis sin salida aparente”. Reflexión que es aplicable a Europa y que invita a aproximarse sin prejuicios a una alternativa que, aun con los obstáculos de todos conocidos, constituye hoy, unida a otras experiencias que se desarrollan en Latinoamérica, una esperanza de la que no se puede prescindir.

martes, 2 de octubre de 2012

LECTURA POSIBLE / 75


SIMON LEYS EN CASTELLANO

“Los novelistas son los historiadores del presente, los historiadores son los novelistas del pasado, y todo escrito que presente cierta calidad literaria aspira esencialmente a ser poema”. Estas palabras, escritas por Simon Leys en 2005, y que vienen a constituir una especie de máxima a la que, formulada en modos y contextos variados, se ha referido abundantemente el autor, sirven también de pórtico a su propia obra, de gran influencia desde hace décadas en las letras francesas y que sólo recientemente ha empezado a ser difundida entre el lector español. Porque sucede que Leys tiene mucho de novelista, de historiador y de poeta, a lo que habría que añadir una faceta aún más rara en nuestros tiempos: la de recopilador, ya que Leys, a la manera de un paciente copista medieval, lleva toda su vida (nació en 1935) reuniendo anécdotas, observaciones y cuentos de la más diversa procedencia que han podido pasar inadvertidos a generaciones de lectores, pero que en sus manos son una fuente tan placentera como inagotable de conocimiento. Un conocimiento olvidado y paradójico en su mayor parte, el cual conforma en sus artículos un puzle de perspicaces intuiciones propias y ajenas. Leys, partiendo de lo pequeño, de lo menudo, casi de lo insignificante, acaba por transmitirnos, como sucedería en una conversación inteligente con un maestro, una visión completa de la vida.

Pero nuestro autor no es propiamente novelista, ni historiador, ni poeta, y ni siquiera se llama Simon Leys. Su nombre verdadero es Pierre Ryckmans, y según ha expresado con frecuencia sus campos de acción, los que de verdad domina, son la cultura china, la literatura y el mar. La suya es sobre todo la obra de un articulista que ha encontrado su voz personal en el pequeño formato, dedicado casi siempre a la reflexión sobre lo pensado y escrito por otros, pero con una concisión y una capacidad de síntesis posiblemente únicas en este afligido tiempo en el que, entre otras resurrecciones del pasado, ha vuelto a ponerse de moda el mamotreto. Las píldoras, o por mejor decir: las perlas de Leys han aparecido desde hace más de cuarenta años en todas las publicaciones literarias francesas que merecen tal nombre, lo que incluye La Quinzaine Littéraire y Le Magazine Littéraire, además de la Nouvelle Revue Française. Son por lo general lecturas que guardan algún pequeño tesoro en cada párrafo, y a cuyo término el lector debe concederse un descanso, tal es el grado de curiosidad y de sugerencia que lo leído le despierta. Y es que Leys domina el difícil arte de enseñar, de transmitir información, y de suscitar el examen de los asuntos más dispares desde ángulos novedosos. Es posible que a la lectura de alguno de sus textos se obre el milagro y que en la mente del descuidado lector se oiga un ligero chasquido a medias de orden físico y a medias mecánico. No hay que preocuparse, ya que se trata de una vieja maquinaria que tras mucho tiempo en desuso vuelve a funcionar: como sucedía en El informe para una Academia de Kafka, donde se demostraba que “el simio habla”, aquí ocurre que el lector piensa.

En los últimos meses la editorial Acantilado ha puesto a disposición del lector español tres libritos de Leys, de los cuales el primero es una colección de artículos aparecidos en diversas publicaciones; el segundo constituye la narración casi periodística de unos hechos atroces ocurridos a principios del siglo XVII; y el tercero, que nos muestra al Leys recopilador, reúne tres textos escritos acerca de (y por) el autor de La cartuja de Parma.

El texto que da título a La felicidad de los pececillos nos habla de la vida y de lo poco que llegamos a saber de ella, así como de los procedimientos por los que llegamos a saber algo. “La literatura”, escribió Valéry, “es una venganza del esprit de l’escalier”, como nos recuerda Leys. O sea, la vida nos somete regularmente a exámenes en los que con frecuencia merecemos el suspenso, ya que nuestra capacidad de respuesta es torpe y limitada. La totalidad de la literatura se erige frente a esta impotencia nuestra como un intento vengativo de responder con la letra impresa a las preguntas que la vida nos hace y que no hemos sabido responder previamente. Reflexión que el autor completa con un apólogo formulado hace dos mil trescientos años por Zhuang Zi, en respuesta a una observación de su maestro de lógica. La Verdad, termina por afirmar parafraseando a Hannah Arendt, “no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa”. Por este pequeño volumen transitan numerosos personajes que ocupan un lugar destacado en el pensamiento de Leys, entre ellos Confucio, Claudel, Samuel Johnson y Sartre. Este último ya parecía llevar su Verdad incorporada antes de enunciar su filosofía existencialista, la cual le fue confirmada a la salida de un cine. En efecto, tras disfrutar de una película en la que al final no queda ningún hilo suelto, el autor de Les mots comprueba anonadado que la realidad de la calle, carente de un guionista experto, no es más que un fluir desconsiderado y caótico de hilos sueltos, sin sentido alguno. También Leys, tratando de armonizar dos de sus amores, se zambulló en la obra de Sartre en busca de todo lo que éste hubiera escrito acerca del mar. Zambullida meritoria pero de escaso fruto, ya que sólo fue capaz de expurgar tres pasajes, en los que además el líquido elemento no desempeñaba un papel muy brillante. Más extraño es lo que nos cuenta de Joseph Conrad, que no sabía nadar y que se mareó espantosamente cuando cruzó el Canal de la Mancha en su luna de miel, cosa que divirtió mucho a su reciente y no mareada esposa. El volumen incluye una Sonata para piano y aspirador cuyo intérprete es el pianista Glenn Gould y una conferencia titulada Mentiras verdaderas que el autor pronunció ante la corte suprema australiana (Simon Leys vive en Sydney, en cuya Universidad da clases de literatura china).

Los náufragos del «Batavia» es una excelente muestra del Leys narrador. En 1629 el Batavia, barco propiedad de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, se estrelló contra un arrecife de coral cerca de la costa australiana. El representante del armador y el capitán se embarcaron en una chalupa con la intención de llegar a Java en busca de auxilio, lo que aprovechó el ex boticario y prófugo Cornelisz para implantar una feroz dictadura sobre los doscientos supervivientes del barco, que se habían instalado en los inhóspitos islotes de las Houtman Abrolhos. Pocas veces una aventura marina se habrá narrado más fielmente y con mayor abundancia de detalles, lo que al fin viene a ser una de esas paradojas a las que Leys es aficionado, ya que de hecho su libro sobre el naufragio del Batavia, en el que trabajó por un período de dieciocho años, nunca se publicó, y ni siquiera lo escribió. Sucede que Leys conoció la historia en 1970, cuando se instaló en Australia. Entonces el asunto era de actualidad a causa de unos recientes descubrimientos arqueológicos que dieron a conocer al mundo cómo era la vida en uno de esos gigantescos barcos. En los años siguientes, con la paciencia que es propia de quien está persuadido de lo importante que es para la creación artística la cosa mentale, es decir, el tiempo que el artista dedica no a pintar, o a escribir, sino a madurar las ideas que más tarde reproducirá por medio de su técnica, Leys se dedicó a reunir todo el material disponible acerca del Batavia. No hace falta decir que en su mente el libro sobre el naufragio iba a ser el gran e indiscutido monumento de su por lo demás dispersa y voluntariamente humilde obra literaria. El asunto ya estaba casi maduro cuando, después de casi dos décadas, se publicó en 2002 La tragedia del Batavia, novela de Mike Dash que decía todo lo que había que decir sobre aquel hecho histórico y que hacía plena justicia al acontecimiento en cuestión. Leys desistió en el acto de redactar su libro y en su lugar decidió escribir el relato que comentamos, que, junto a unas breves páginas dedicadas propiamente al naufragio, cuenta en realidad la historia de la gestación del libro que nunca escribió.

En Con Stendhal, Leys nos presenta tres textos ajenos, siendo él responsable únicamente de su selección. El primero, que es también el más extenso, es el epitafio que Prosper Mérimée escribió a la muerte de su amigo Henry Beyle. Y digo Henry Beyle y no Stendhal porque Mérimée fue muy amigo de aquél, pero despreció a éste. Ciertamente ambos viajaron juntos con frecuencia y mantuvieron una casi constante amistad desde que se conocieron en 1820, pero a Mérimée la obra de su amigo le dejaba frío. Así, las palabras que le dedica sobre su tumba se refieren a la persona, y no al escritor. El Stendhal que describe Mérimée es un hombre tempestuoso y voluble, seguidor a ultranza de una lógica que sólo conocía él y que ni el más cercano de sus allegados podía descifrar. Mujeriego empedernido, el hombre Beyle vivió con pasión aventuras no inferiores a las que narró el escritor Stendhal, quien se definía como un “observador del corazón humano”. El segundo texto se titula Un viaje por el río en compañía de Beyle y es obra de George Sand. Tampoco a ésta le interesaba lo más mínimo la obra de su compañero de viaje, de quien sin embargo afirmaba “que no era malo”, aunque se esforzaba por parecerlo. El viaje por el río al que se refiere el título lo hizo Sand de Lyon a Aviñón con su amante de entonces, Alfred de Musset. Todos ellos se dirigían a Italia, pero Stendhal se separó de la pareja para continuar por tierra (he aquí otro escritor que detestaba el mar). El volumen se cierra con Los privilegios, conjunto de artículos que el propio Stendhal escribió en 1840, poco antes de sufrir una apoplejía. Son textos disparatados que pasan con frecuencia del más desatado humor al dramatismo. Las tres partes del libro están anotadas por Leys con el ingenio que cabía esperar e incorporan diversas ilustraciones, todo lo cual hace de éste, como de los otros libros reseñados, una necesaria introducción a la obra, proteica, siempre estimulante, de Simon Leys, de quien todavía queda mucho por traducir.