martes, 29 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 87


SACHA GUITRY: LA VIDA DE UN AMIGO DEL AZAR

El recuerdo de Sacha Guitry está unido a un capítulo importante de la historia del teatro y el cine francés, además de a uno de los escenarios más bellos de París, el Théâtre Édouard VII, sito en la plaza del mismo nombre, donde se estrenaron algunas de sus obras más conocidas y que alberga además un restaurante, el Café Guitry, que es a la vez homenaje y evocación de aquella época dorada del teatro, por el que pasaron Sarah Bernhardt, Nöel Coward, Orson Welles y Arletty, entre muchos otros.

La escena francesa de las primeras décadas del siglo pasado acusaba una división irreconciliable entre un teatro comercial en plena decadencia y el florecimiento de diversas vanguardias que cuestionaban la totalidad de las convenciones teatrales, desde los temas hasta la puesta en escena. A estas vanguardias, como es bien sabido, se deben algunos de los logros más estimulantes y duraderos del teatro experimental, pero también un progresivo alejamiento del público del que fue principal beneficiario el cine. Uno de los máximos representantes de la comedia popular era Lucien Guitry, emigrante ruso y gran intérprete de Molière que transmitió a su hijo Sacha su pasión por el teatro y también ese don indefinible que se llama “vis cómica” que formaba parte hasta no hace mucho del bagaje del actor de comedia, bagaje adquirido por vía genética y por el lento y duro aprendizaje en teatros de tercera, herencia ambulante que recibieron los cómicos de la legua a los que evocó nuestro Fernando Fernán Gómez. Como éste, Sacha Guitry abandonaría los escenarios para consagrarse al cine, no sin antes poner en escena la vida de su amigo Octave Mirbeau en la obra Un sujet de roman (1924), que para Guitry padre, que hizo en la misma el papel del autor de Diario de una camarera, se convertiría en su canto del cisne.

Es a partir de 1935 cuando Sacha Guitry se presenta como adaptador y director de sus propias obras teatrales. Curiosamente en esos años sus películas, siempre tocadas por el éxito, incorporan hallazgos del cine experimental, lo que se aprecia en la versión fílmica de su única novela, Le roman d'un tricheur (1936), película carente de diálogos y en la que los acontecimientos que se narran en la pantalla son comentados por la voz en off del propio Guitry. Paralelamente a esta trasposición fílmica de sus comedias, el autor escribe expresamente para el cine algunas historias de carácter biográfico como la que dedicó al doctor Louis Pasteur.

El de Guitry, de quien hace dos años, dirigido e interpretado por Flotats, se vio en Madrid y Bilbao su Beaumarchais, es un teatro inteligente e irónico que no excluye la sátira social; y a este género pertenece también su Memorias de un tramposo, que se editó en 1935 y que ha publicado entre nosotros Periférica. Se trata en realidad de una nouvelle que apenas rebasa las cien páginas, la cual, en su brevedad, sugiere la idea de que la dedicación de Guitry al teatro y al cine nos privó de un original narrador. Y es que este librito carente de pretensiones y que se nos aparece casi como un esbozo, contiene algunas páginas singulares que no estorbarán en la memoria del lector. Narra en primera persona la accidentada existencia de un joven innominado y originario de Calvados, en la Baja Normandía. El primer capítulo nos presenta a su amplia parentela y la tienda de comestibles que regenta su padre. Pero el lector apenas tiene tiempo de familiarizarse con la extensa nómina de hermanos, hermanastros y tíos, ya que en la mismísima primera página todos ellos caen víctimas de un apetitoso surtido de setas venenosas. De tal muerte se libra el narrador a causa del castigo paterno a quedarse sin cenar por unos céntimos robados de la caja para comprar canicas. Privado de golpe de toda su familia, en su tierna edad el protagonista se encuentra solo y desamparado en la vida, lo que no constituye un mal inicio para sus ulteriores aventuras.

Como es obvio, el relato se enmarca en la tradición de la literatura picaresca, marco en el que se nos describirá la marcha del protagonista a París y más tarde a Montecarlo, ciudades en las que ejercerá el oficio de botones de hotel. Sin embargo, ya en París, el tono picaresco parece difuminarse en beneficio de una serie de reflexiones generales acerca de la gran ciudad, de su naturaleza y de la de los parisinos, con los que el narrador no parece congeniar mucho, lo que le conducirá, tras su paso por el servicio militar, a Mónaco, lugar donde el botones se convertirá en croupier y descubrirá su verdadera pasión: el juego.

Precisamente “a uno de mis mejores amigos: el azar” está dedicado el libro, el cual tiene por objeto “distraer e informar a algunas personas a las que la franqueza aún divierte”. Y es que el azar es el verdadero protagonista de este relato, un azar que salva a su narrador de la muerte en la primera página y que volverá a salvarlo en la guerra, durante su único día de estancia en el frente de Angoulême, en el que un tal Charbonnier le desentierra y le carga sobre la espalda tras la explosión de un obús. Este Charbonnier reaparecerá más adelante para revelar al protagonista que la gracia del juego no está en hacer trampas, sino en el propio juego, que, “vilipendiado por quienes no juegan, no es en absoluto lo que dicen”. Igualmente casual es la funesta participación del narrador en un atentado contra el zar Nicolás II, así como un matrimonio de conveniencia al que seguirá un inmediato y también conveniente divorcio. Por el camino, el narrador nos ha dejado sus pensamientos acerca de la manera de ser parisino en París y monegasco en una ciudad de la que no es natural nadie y que en consecuencia pertenece enteramente “al extranjero”, y sobre todo sus recomendaciones acerca de cómo hacer trampas en un casino sin ser descubierto.

A este capítulo, y al ulterior éxito de la película, se deben no pocas de las medidas de seguridad impuestas en los casinos de medio mundo, lo que posiblemente más de un jugador no habrá perdonado a este Sacha Guitry que durante la ocupación alemana cometió la ingenuidad de permanecer en París a fin de salvaguardar en lo posible la cultura popular de la ciudad frente al poderío germánico. Una ingenuidad que le costó su arresto tras la liberación de París, acusado de colaboracionismo por la maledicencia de un competidor que lanzaba sus puyas desde las columnas de Le Figaro.

Guitry, que se casó cinco veces, siguió en activo hasta mediados de los años ’50, y si bien siempre se reservó para sí mismo el papel principal, por el objetivo de su cámara pasaron unos debutantes llamados Fernandel, Raimu y Louis de Funès, además de Jean Gabin, Yves Montand, Danielle Darrieux y Brigitte Bardot, por citar sólo a unos pocos. Hoy siguen representándose en París las obras de este galán de humor cáustico para el que los escenarios eran una parte de su vida privada, y en uno de los cuales se declaró, con la pieza Je t’aime, a una de sus esposas, la cantante y actriz Yvonne Prinptems. Como le sucedía a un personaje de Drieu La Rochelle, la verdadera vida estaba para Guitry en la mentira de la representación, o como él mismo dijo: “Hago trampas, luego el azar soy yo”.

martes, 22 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 86

Jacques Treton, Interior del Café Manouri,
hacia 1775
RÉTIF DE LA BRETONNE: UN RELATO PERIODÍSTICO DE LA REVOLUCIÓN

Cuentan que un tal Robert Manoury, hacia 1750, era jefe de camareros en el Café de L’École, que se encontraba en una esquina de la plaza del mismo nombre y del actual Quai du Louvre. Dicho Café era un lugar de encuentro para los aficionados a diversos juegos de mesa. Unos años después Manoury ya era el dueño del establecimiento, al que puso su nombre. Que el dueño cuidaba bien a su clientela, y que se ocupaba de fomentar entre sus parroquianos nuevas aficiones, lo prueba el volumen Essai sur le jeu de dames à la polonoise, que él mismo escribió en 1770. Este juego, que en Polonia llaman curiosamente “damas a la francesa”, alcanzó enseguida gran popularidad, y el libro fue reeditado en 1787. Ese mismo año, o poco después, Robert Manoury falleció o decidió jubilarse, ya que el Café pasó a otras manos y cambió de nombre. Nada de esto, sin embargo, y como sucede con otras muchas informaciones de la época, puede precisarse, ya que los archivos de París fueron destruidos durante la Revolución. Lo que es seguro es que por el establecimiento pasaron no pocos de los protagonistas de aquellos acontecimientos que conmocionaron Europa, entre ellos el abogado Danton, así como un hombre de letras que dedicó gran parte de su existencia a narrar las noches parisinas y que se llamaba Nicolas-Edme Rétif (o Réstif) de la Bretonne.

Rétif nació en Borgoña, siendo destinado por su padre al sacerdocio. Que ésta no iba a ser la carrera de Rétif es algo que se comprobó ya en su adolescencia, cuando, siendo aprendiz de impresor en Auxerre, sedujo a la esposa de su patrón. Desde ese mismo momento, y sobre todo a partir de su marcha a París, la vida de nuestro autor se desenvolvería entre libros, faldas, deudas y toda clase de aventuras, de lo que dejaría constancia en su abundante producción literaria, que incluye novelas, ensayos y obras dramáticas. El campesino pervertido, El Pornógrafo, La vida de mi padre y El descubrimiento austral por un hombre volador son algunos de sus libros más conocidos. Sin embargo, Rétif ha pasado a la historia como el cronista del París de su tiempo, un cronista en el que es imposible separar la persona de la obra, la cual de algún modo parece haber quedado impresa sobre las paredes de la ciudad, en las que él se apoyaba durante sus correrías nocturnas para anotar, sobre la marcha, los múltiples acontecimientos que juzgaba dignos de su pluma. Y no sólo eso, pues Rétif fue un “graffitero” que acabó reuniendo sus textos escritos en las paredes en su libro Mis inscripciones, que publicó en 1785. La lectura de un libro de Rétif equivale a un paseo por París. Y viceversa.

No es de extrañar que aquello que Rétif nos ha legado en su calidad de escritor esté íntimamente vinculado a determinados lugares que desempeñaron un papel relevante en su obra y en la historia de Francia. A uno de ellos, el Café Manoury, ya nos hemos referido; de otro, escenario habitual de sus caminatas, le ha quedado el título de “el Búho de la Isla de Saint-Louis”. Todo ello, y los personajes nocturnos (algunos no muy recomendables) que poblaban dichos lugares, inspiraron sus Noches de París, obra de colosal dimensión en cuyo volumen XVI se incluye el relato del período revolucionario, desde que se creó la Asamblea Nacional Constituyente hasta la ejecución de María Antonieta.

El volumen, editado entre nosotros por la editorial cordobesa El Olivo Azul, se compone de tres partes: la primera, hasta octubre de 1789, es una crónica periodística de los primeros meses revolucionarios que Rétif escribió a medida que los hechos iban sucediéndose; la segunda, hasta febrero de 1793, fue escrita ese mismo año, cuando algunos de los sucesos narrados ya tenían más derecho a figurar en la crónica histórica que en la periodística; y la tercera, compuesta por lo que el autor llama “noches supernumerarias”, viene a ser un urgente añadido a todo lo anterior, necesario por una parte porque la Revolución no dejaba de producir nuevos acontecimientos, y por otra porque aquí Rétif, en los inicios de lo que ha dado en llamarse “el Terror”, consideró indispensable (para su propia seguridad) fijar públicamente su posición política del momento, muy distinta a la manifestada en sus anotaciones de unos años atrás.

La actual gloria literaria de Rétif no impidió que se arruinara varias veces y que mayormente debiera vivir más o menos como solía escribir: al día, lo que bien puede considerarse como una de las causas de que sus opiniones, propias de un republicano moderado en los inicios de 1789, acabaran siendo las de un jacobino radical apenas cuatro años más tarde. La otra razón es lo mucho que se modificó la opinión general en ese mismo período, un cambio que hay que atribuir a la naturaleza vertiginosa de la época y a la virulenta acumulación de acontecimientos.

De estos últimos, Rétif nos da en Las noches revolucionarias una visión que inútilmente buscaremos en los libros de Historia, los cuales, por así decirlo, están registrados desde una perspectiva aérea, a diferencia del muy terrestre punto de vista que nos proporciona Rétif y que constituye, a causa de la ya aludida destrucción de documentos que fue una de las premisas de la Revolución, un testimonio en verdad único. Los hechos nos llegan a través de él de primera mano, tomados directamente de la calle y comunicados por sus propios actores, como pretende el reporterismo de hoy. La misma inmediatez de la narración constituye a veces un obstáculo para su comprensión, pues el reportero no siempre acierta a calibrar la trascendencia de un suceso en concreto, o bien ocurre que la abundancia de estos y la anárquica confusión en la que se desarrollan dificulta la labor de hacerlos inteligibles, contratiempos ambos que corrige el autor cuando tiene tiempo y a lo que aquí contribuyen no poco las esclarecedoras notas a pie de página debidas a quien es también el traductor del libro, Eric Jalain.

Gran parte de esos acontecimientos transcurren en otro de los escenarios principales del drama revolucionario: los jardines del Palais-Royal, que durante la Revolución pasaría a llamarse Palais-Égalité y en el que solían celebrarse multitudinarias asambleas, lo que no impedía que acogiera de noche a las prostitutas y los libertinos de París. En unas pinceladas, Rétif nos describe el estado de cosas en abril de 1789, cuando se reunían unos Estados Generales en los que había aumentado considerablemente el número de representantes del pueblo: “Era la última jugada de la aristocracia, es decir, de los ministros, los grandes, los miembros del consejo, los intendentes, los subdelegados, los obispos, los canónigos, los monjes, los procuradores, los rentistas, casi todos los ricos y, en fin, los verdugos”. Para entonces, sin embargo, “el pueblo no estaba pensando en sublevarse; estaba tranquilo, siguiendo con atención y curiosidad, pero no con impaciencia, el desarrollo de la augusta asamblea”. Un cuadro que contrasta con la situación que impera tres meses más tarde. Para entonces se ha proclamado la Asamblea Constituyente y Luis XVI ha movilizado al ejército, pese a lo cual un aristócrata que se presenta en el Palais-Royal exclama: “¡Todo va bien!”, frase que hoy nos resulta familiar y a la que el autor replica: “Pero todo iba mal, como bien pudimos constatarlo al día siguiente”.

Por esas fechas se crean las “secciones”, comités populares de distrito que acabarían sustituyendo virtualmente a la Comuna. Muy pronto empezarían a hacerse notar por medio de piquetes armados que patrullaban de noche por las peligrosas calles parisinas, y desempeñarían un papel destacado en los sucesos del 14 de julio: “Mil voces se hacen eco del acontecimiento”, nos cuenta Rétif. Y añade: “En mitad de la plaza de la Grève me tropiezo con un cuerpo descabezado, tendido en mitad del riachuelo y rodeado por cinco o seis indiferentes curiosos. Pregunto. Se trata del gobernador de la Bastilla. He aquí, pues, al hombre que antaño contemplaba impasible la desesperación de los desdichados, enterrados vivos bajo su vigilancia, por orden de los execrables ministros”. Prosigue Rétif describiéndonos la taimada conducta del rey, que por un lado se sometía a la Constitución mientras por otro conspiraba con sus allegados en el extranjero, el asalto al palacio de Versalles, los ataques sufridos por la libertad de prensa, y finalmente la captura de Luis XVI en Varennes, su devolución a París, su cautiverio en la torre del Temple y su ejecución. Entretanto el “municipio insurrecto” ha proclamado la República, el pueblo ha tomado las Tullerías y el ejército prusiano ha sido rechazado. Pocas veces el lector podrá experimentar tan vívidamente unos hechos extraordinarios que estaban destinados a cambiar el destino del mundo.

Rétif alude aquí y allá al proceso vivido en el interior de las filas de la Revolución, cuyo inicial carácter burgués fue adquiriendo tintes cada vez más populares a medida que menguaba la figura de Lafayette y crecían las de Marat, Danton y Robespierre, líderes de “La Montaña”. Y es que la hiperinflación y la escasez de alimentos radicalizaron progresivamente las demandas del pueblo, haciendo temer a los moderados que se cuestionaran algunos de sus principios, especialmente la propiedad privada y el sufragio censitario (no universal).

Ese humanista y enamorado de París que fue Rétif no omite describir con detalle los asesinatos de Lepelletier y Marat, como tampoco otras masacres anónimas, entre ellas las de clérigos y aristócratas que ensangrentaron la ciudad en los primeros días de septiembre de 1792, jornadas que cubrieron a la Revolución “con una sombra de horror”. Ni olvida, pornógrafo al fin y al cabo, consignar alguna escena entre cómica y licenciosa semejante a las que se esparcen en sus novelas, de las que aquí figura una protagonizada por tres pícaras hermanas y su único amante. Cosa ésta, el erotismo, que no podía faltar en esta grandiosa narración de unos hechos que iniciaron la Historia moderna.

martes, 15 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 85


TRES HISTORIAS DE CHÉJOV

Taganrog, entre el Mar de Azov y la estepa, era en 1860 una pequeña población portuaria. Disponía de una calle principal de casi cien metros, sin asfaltar, y de una pujante minoría griega dedicada al comercio. Uno de los miembros de la paupérrima comunidad rusa de Taganrog era Pável Yegórovich Chéjov, hijo de un hombre excepcional que, habiendo nacido esclavo de un terrateniente, consiguió comprar su libertad y además aprendió a leer y a escribir. Más tarde el zar Nicolás II abolió la esclavitud, lo que permitió a los campesinos ser dueños de sus cuerpos. Las tierras, sin embargo, seguían siendo propiedad de los mismos amos, que cedían a los ex esclavos pequeñas parcelas a cambio de su trabajo y de unos elevados impuestos, razón por la cual la vida para muchos, sometidos a eternos trabajos y a no menos eternas deudas, se volvió aún más miserable. Pável Yegórovich prosperó. Era un hombre devoto que se convirtió en director del coro de la iglesia y que, tras ser chico de recados y empleado de un comercio, consiguió abrir su propia tienda de comestibles y mercería. A atender el establecimiento le ayudaban sus seis hijos, todos ellos criados a golpes de látigo, los cuales, en los ratos que les dejaban libres la tienda y la escuela, debían acudir a la iglesia para ensayar cantos religiosos a las órdenes de su padre. Uno de ellos, llamado Antón, estudiante de medicina en la Universidad de Moscú, se había convertido en 1885 en un escritor que empezaba a tener cierta fama, por lo que fue invitado a colaborar en un importante periódico de San Petersburgo, el Nóvoye Vremia. Antón Chéjov, que tenía veinticinco años, escribió entonces una carta a su amigo el escritor Alexei Suvorin, en la que le aconsejaba: “Escribid el cuento de cómo un joven, hijo de un siervo, que ha trabajado de empleado en una tienda, ha cantado en el coro de una iglesia, ha estudiado en un instituto y en la universidad, que ha aprendido a respetar los grados, a besar la mano a los sacerdotes, a someterse al pensamiento ajeno, a dar las gracias por cada trozo de pan, y que se ha visto obligado a acudir a la escuela sin chanclos, elimina después de muchos sufrimientos, gota a gota, al esclavo que hay en él, y un buen día siente que por sus venas ya no corre sangre de esclavo, sino sangre verdadera, sangre humana”.

Hoy la correspondencia entre Chéjov y su amigo Suvorin es bien conocida, y resulta indispensable para comprender cómo el autor de Tío Vania se despojó de todo lo que juzgaba superfluo para alcanzar la máxima sencillez, la misma que nos sigue cautivando en cada uno de sus cuentos y novelas, como también en su teatro. De cómo un escritor llega a la sencillez es precisamente de lo que trata toda la obra de Antón Chéjov.

Hasta 1890, cuando nuestro autor viajó a la colonia penitenciaria de Sajalín, su naciente prestigio se basaba principalmente en los relatos humorísticos que publicaba en las revistas literarias, unos relatos constreñidos por el limitado espacio que se imponía al autor, y por los que se extendió la creencia de que a éste, dotado extraordinariamente para la vis cómica, le faltaba en cambio talento para la literatura seria. Esta “seriedad” de la literatura rusa venía de antiguo, y procedía de la frase acuñada por Nikolái Nekrásov según la cual “poeta no puedes ser, pero ciudadano has de serlo por fuerza”, idea esta que vinculó a la literatura rusa con el despertar de una conciencia social y nacional. Que los primeros lectores de Chéjov no entendieron su obra, que sólo vieron en ella la sátira, y no la denuncia de una sociedad cruelmente jerárquica e injusta, es algo que ilustra su célebre relato La muerte de un funcionario, en el que su protagonista, hallándose en el teatro, estornuda sin querer sobre la calva de un burócrata de rango superior, de lo que resulta una humillación pública que el protagonista no puede soportar y que le cuesta la vida. El tono humorístico del relato, la misma ridiculez de su protagonista, constituyen una crítica social impactante y que acaso la censura no habría tolerado si la historia se hubiera presentado de otro modo.

El éxito de Chéjov le permitió disponer de más espacio en las revistas, a lo que se debe la redacción de algunas narraciones que, siendo todavía de extensión breve, contienen ya algo más que cuadros satíricos, y en las que el autor se las ingenió para introducir todos los elementos propios de la novela, para cuya exposición otros autores habrían requerido las consabidas quinientas páginas del mamotreto decimonónico. Así sucede con La estepa (1888) y El reino de las mujeres (1894).

La primera de estas novelas cortas fue saludada con entusiasmo por diversos autores, entre ellos Vsévolod Garshín, quien escribió que “en Rusia ha nacido un nuevo gran escritor”. Y es que esta obra maestra ya reúne los requisitos que se exigían a una novela seria, aunque ciertamente presentados al público de una manera completamente nueva. Cuenta la historia del viaje en carro hecho por su protagonista, un niño, a través de la estepa. Al niño, que va a ingresar en un instituto, le acompañan un pope y su tío, los cuales aprovecharán el viaje para vender unos fardos de lana. La narración carece propiamente de argumento: no hay clímax, ni conflicto, ni episodios singulares, pero la carencia de todo ello no impide que el relato sea literalmente vivido por el lector con la mayor tensión, ni que nos muestre toda la realidad de la estepa y de sus habitantes ni que nos sitúe en el centro de la subjetividad de este infante que experimenta su particular iniciación en un nuevo e incierto período de su vida. Se trata de una narración experimental que establece ya, de una vez por todas, los procedimientos que Chéjov empleará en el resto de sus novelas cortas, y lo que es más sorprendente: también en su teatro. Pues en efecto la narración transcurre en un presente continuo (sólo interrumpido por las cabezadas del protagonista en lo alto del carro) y en un mismo espacio físico; y si en conjunto no responde a las tan traídas y llevadas tres unidades aristotélicas es porque aquí no existe el famoso tema único, ya que durante la misma no ocurre nada de lo que la literatura clásica consideraba “trascendental”.

Cuestión aparte, en la misma narración, la constituye el punto de vista chejoviano, que nos hace presenciar la historia a través del protagonista y es causa de que ésta adopte la forma que corresponde al relato de un niño. Así, “retenía sólo imágenes como de cuentos, de fantasía. Además, todo lo que había alrededor no predisponía para pensamientos corrientes”. En esta atmósfera de cuento infantil, aparece el pájaro que los habitantes de la estepa llaman “dormilón” y que dice “spliú, spliú, spliú” (duermo, duermo, duermo), palabras que más tarde, plenamente identificado ya con el entorno, repetirá el niño en su carro, convertido así también él en personaje estepario. Del mismo modo, los postes del telégrafo son “lapiceros hincados en la tierra”, los cardos corredores empujados por el viento “tienen miedo”, la lluvia y la estera con la que el niño se cubre “se comprenden la una a la otra y empiezan a dialogar de algo muy deprisa, alegremente y de forma muy desagradable, como dos urracas”. El narrador antropomorfiza animales, objetos y fenómenos naturales, pero también objetiviza a las personas, como sucede con uno de los carreteros que trata de protegerse de la lluvia con una tela, el cual se convierte en el “triángulo Emilián”. La eficacia de esta identificación del narrador con el niño, y de éste con la estepa vista a la manera que le es propia, poblada por gigantes, animales y objetos que parlotean, consigue transmitir al lector la impresión de que es la estepa la que nos habla, y la de que lo hace al ritmo pausado del carro que la atraviesa.

Aunque posterior a su estancia en Sajalín, El reino de las mujeres está escrita aún en ese tono en apariencia ligero del primer Chéjov. La protagonista es una joven que ilustra uno de los temas predilectos del autor: el cambio de clase social, que, a la inversa que aquí, volvería a tratar en 1896 en esa otra obra maestra que es Mi vida. Anna Akimovna, nacida en la clase trabajadora, es ahora propietaria de la fábrica que fundó su hacendoso padre. Ella no está muy convencida de ser una buena administradora de la fábrica, pues como dice: “Cuando vivía mi padre había más orden, porque él mismo había sido obrero y sabía qué hacía falta. Yo no sé nada y sólo hago tonterías”. Sus responsabilidades ahogan a Anna, quien no puede disfrutar de los placeres propios de su edad. De nuevo los acontecimientos transcurren en un presente continuo, de hecho en un mismo día, que además por ser fiesta convierte la casa de Anna en un espacio público lleno de idas y venidas, y el relato en una especie de mozartiana foille journée. Un día loco en verdad en el que de nuevo no sucede nada extraordinario, que avanza de manera voluble, a saltos (como la protagonista), y en el que el narrador encuentra sitio para hacer apología de un autor por el que profesaba admiración: “Toda la literatura nueva, a la manera del viento de otoño en una chimenea, gime y aúlla: ‘¡Ay, infeliz!’ De todos los escritores contemporáneos sólo leo a Maupassant. ¡Un artista espeluznante, milagroso, sobrenatural!” De la disparidad entre esta protagonista y el de La estepa se deduce el radical cambio en la entonación del narrador, aquí de carácter mundano, ya conocedor de los desengaños de la vida, pero también rebosante de esperanzas. A un ritmo acelerado, pasan por la casa y por el relato numerosos personajes secundarios que alternativamente entretienen, incordian y fatigan a Anna, quien finalmente se quitará la molesta ropa, reirá y llorará recordando a su amado imposible (imposible porque es un obrero de su propia fábrica), y confesará a su también infeliz doncella: “¡Somos tontas! ¡Qué tontas somos!”

El viaje de Chéjov a Sajalín, como ya se ha sugerido, causó en él una impresión que no dejó de tener consecuencias en su obra. El conocimiento de las miserias sin nombre allí presenciadas superaba todo lo que nuestro autor ya sabía desde la infancia acerca de los desheredados de este mundo, especialmente de los campesinos. A este período pertenecen relatos como El pabellón número seis (1892) y En el barranco (1900). Maria Yermolova, la actriz favorita de Stanislavski, dijo acerca de ésta última: “El chejovismo es para mí símbolo de tiniebla impenetrable, de enfermedades e infortunios de toda clase”. Cosa curiosa que al autor que fue juzgado incapaz de escribir narraciones serias acabaran achacándole un exceso de pesimismo. Y sin embargo En el barranco, que como las anteriores carece de argumento reconocible, no es más que la crónica fiel de una realidad que por entonces existía, aunque a mucha distancia de los salones de Moscú y San Petersburgo, crónica que configura una sociedad provinciana dominada por el caciquismo, el crimen y la ignorancia. Y también ella es obra mayor de este autor-actor que se encarnaba en sus personajes, del que parece haberse dicho ya todo y cuya grandeza, sin embargo, aún no se ha apreciado enteramente, y de quien el especialista en literatura rusa Ricardo San Vicente escribió que “ha sabido reproducir en su obra el ruido de la vida, y su pavoroso silencio”.

viernes, 11 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 84


EN RECUERDO DE PIERRE VEILLETET, PERIODISTA Y NARRADOR

En su ensayo Littérature vagabonde (Flammarion, 2009), el periodista Jérôme Garcin afirmaba haber descubierto Francia a través de los libros. Los textos reunidos por este autor, que dirige la sección cultural del Nouvel Observateur, vienen a ser algo así como instantáneas en las que los escritores aparecen ligados a un paisaje, a un ambiente cargado de experiencias y de personajes, y a una geografía física que es también la de sus historias. El reencuentro con los autores que le habían desvelado el territorio de su lengua acababa convirtiéndose en sus páginas en una invitación a la lectura y al viaje, un viaje que pasaba por la iglesia de la infancia de Julien Gracq, por la Niza que abandonó Le Clézio, por las orillas del Sena a su paso por el París de Modiano y, finalmente, por el vinícola y taurino Burdeos de Pierre Veilletet.

De éste último, nacido en Momuy en 1943 y fallecido el pasado 8 de enero, publicó la editorial Dopesa hace tiempo un libro escrito en colaboración con Jean-Claude Guillebaud, Chaban Delmas. El arte de ser dichoso en política, que todavía hoy puede encontrarse en algunas librerías de lance y que constituye la única muestra en las letras españolas de la obra de este autor que dedicó a España una parte notable de la misma y que hizo de ella su segunda patria, lo que no impide que su muerte haya pasado aquí totalmente inadvertida, a diferencia de lo sucedido en Francia, donde le recuerdan, además de por su obra literaria, por haber sido redactor del periódico Sud-Ouest durante más de treinta años. Ya retirado del ejercicio periodístico, Veilletet se dedicó a la defensa del derecho a la libertad de expresión, en particular como activista de Reporteros sin Fronteras, cuya sección francesa presidió desde 2003 hasta 2009. Como tal, redactó un documento que circuló internacionalmente en la profesión periodística titulado Appel en faveur d’une charte et d’une instance pour l’éthique et la qualité de l’information en el que manifestó su inquietud por el estado de la prensa en estos días en que gran parte del público, legítimamente, “duda de la veracidad de las informaciones proporcionadas por los medios y los periodistas”. Del mismo tema son algunos de sus controvertidos artículos en la revista Médias, donde recordó que “más de la mitad de los franceses no tienen confianza en los periodistas, ni en su independencia ni en su imparcialidad”, lo que, citando a Elizabeth Martichoux, se explicaba porque muchos de ellos habían llegado “a perder el norte bajo el efecto de una fiebre mediática espectacular”.

Ingresado en la nómina del Sud-Ouest en 1968, Veilletet empezó haciendo crónicas taurinas y deportivas, y más tarde fue responsable del suplemento dominical de la misma publicación, cuyas páginas literarias llegarían a ser de las más prestigiosas de la prensa francesa. En 1975, hallándose de vacaciones en España, redacta una serie de artículos acerca de la agonía del general Franco y de las expectativas que la misma abría a un país marcado por la ya prolongada falta de libertad, la convulsión social, el aislamiento y el atraso económico. Dichos artículos componen uno de los retratos más completos y lúcidos de la época, y en ellos el autor supo captar con precisión el marco general del franquismo, de su naturaleza cuartelera y de su sucesión, así como las aspiraciones de una sociedad caracterizada entonces por la emigración, la ejecución de presos políticos y una naciente esperanza que se abría camino pese al miedo, plasmado en la amenaza de un golpe de estado. Por estos artículos, que tuvieron gran eco en Francia, y cuya traducción serviría para entender mejor la España de la época (y de paso la nuestra), recibió Veilletet el premio Albert Londres en 1976.

Pero el paisaje personal y creativo de Veilletet incluye también su región natal, Las Landas, así como Burdeos, la ciudad en la que pasó la mayor parte de su vida y donde escribió su obra periodística y narrativa. Esta obra reúne una docena de volúmenes entre ficción y ensayo, la mayor parte publicada en la editorial Arléa, de la que fue co-fundador.

La Pension des nonnes (1986) fue el primer título de este novelista de vocación tardía, por el que obtuvo el premio François Mauriac. Esta nouvelle de menos de cien páginas cuenta la historia de un adinerado genovés que vende todas sus posesiones tras hacer una llamada de teléfono y a continuación parte a Hamburgo, donde se reunirá con una mujer. Ya en esta narración se muestran los rasgos que serían habituales en la novelística de Veilletet: una prosa fluida y finamente cincelada, en la que se combinan el humor cáustico y una desesperada indagación del destino humano. De dos años después es la novela Mari-Barbola, por la que recibió el premio Jacques Chardonne. Ambientada en el siglo XVII, narra un hecho ficticio, aunque hábilmente entrelazado con acontecimientos históricos. En ella, los enanos del mundo entero son misteriosamente convocados en Lisboa, adonde acudirá la mujer que da título al libro. De origen alemán, Mari Bárbola, cuyo nombre verdadero era María Bárbara Asquin, formó parte de la corte madrileña y junto al también enano Nicolás Pertusato posó para Velázquez en Las Meninas. La novela recrea su relación con el pintor sevillano, quien acabará por descubrir el tesoro de humanidad que guarda la oprimida y marginada protagonista. Ella se adentrará a su vez en la psicología del pintor y se familiarizará con las dudas que le suscita la creación artística. “Todo está oculto”, le dice Velázquez, “y sólo nos es posible captar reflejos del mundo, fijar lo efímero, encontrar las almas en los cadáveres de los monstruos”. De su encuentro con otro personaje también despreciado por la sociedad a causa de su tara física, un ciego, el escéptico Velázquez obtendrá una lección útil para el arte y la vida: “Tiene usted que poner los ojos en las cosas que está seguro de poder recordar cuando pierda la vista”.

De 1989, Bords d’eaux es, como el título sugiere, un homenaje a su ciudad adoptiva, concebido más que como libro de viajes como un paseo en el que se mezclan la poesía y la geografía urbana: “Donde yo vivo, el balcón se abre hacia el mar. Entreveo fragmentos de río como pedazos de regaliz entre los almacenes. Las noches de verano se levanta un olor a cieno. Puedo decir que me acuesto en la cama del Garona. Hablamos poco, intentamos dormir sin estorbarnos, compartimos el sueño ansioso de las mareas. Nos relatamos las historias de las bellas sirenas de antaño. Nacer a la orilla del mar o de un torrente, o asombrarse de un libro, es venir al mundo con la presciencia de las verdades que ignoran los niños de las regiones áridas”.

Del resto de la producción de Veilletet destacan dos novelas, Coeur de père y Le prix du sang. La primera, de 1992, narra la historia del abogado neoyorkino Richard Freemont, quien abandonó a su mujer y a su hijo tras la guerra y al que, de regreso en el sur de Francia, le saldrá al encuentro la figura de su padre, mediante el cual se reconciliará consigo mismo. En la segunda, de 2002, se nos presentan tres relatos que componen una historia fantástica en la que millones de caballos semisalvajes galopan desbocados entre Sevilla y Samarcanda. Estamos en 1370. El narrador, nacido en el califato español, y que se ha beneficiado de una exquisita educación, renunciará a la calma de su existencia en nombre de la curiosidad, lo que le lleva a ser cronista de la batalla más grande de todos los tiempos, la cual enfrenta a españoles, turcos y mongoles. “Los hombres necesitan la violencia para probar que existen”, escribe Veilletet, quien con esta obra en la que logró fusionar diversos géneros y que constituye una especie de moderna novela de caballerías, culminó una más que interesante carrera literaria. Carrera, como queda dicho, tan ligada a nuestro país como, por desgracia, ignorada entre nosotros, lo que muy bien podría cambiar, pues es costumbre hispana, tras su reciente desaparición.

martes, 8 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 83

EL POBRE DERROCHADOR, DE ERNST WEISS

En una novela que nunca se ha traducido al español, el médico y asesino Georg Letham purga su crimen (el homicidio de su esposa) en un exótico paraje de América del Sur, la colonia penal de la Isla del Diablo, a cuyas extremas condiciones sobrevivieron en la vida real sólo unos pocos, entre ellos el anarquista Clément Duval y el capitán Alfred Dreyfus, protagonista a su pesar del célebre caso al que dio nombre. Georg Letham, Artz und Mörder se publicó en Viena en 1931. Y cinco años después apareció El pobre derrochador en la editorial Querido, de Amsterdam, aquella editorial que fue refugio durante algunos años de la emigración alemana, novela que también tenía a un médico por protagonista y al que igualmente su autor hizo sufrir una especie de condena, aunque esta vez sin culpa, o al menos sin culpa conocida.

Ernst Weiss, autor de ambas obras, al que ya nos hemos referido aquí a propósito de su novela corta Jarmila, explicó en su correspondencia que El pobre derrochador, a diferencia de la novela precedente, carecía “de acontecimientos fuera de lo normal, de grandes personajes, de ratas, de tifus exantemático; lo que intento presentar es, más bien, el tono de una narración y la amarga verdad de la realidad cotidiana”. La novela fue elogiada por Alfred Döblin, que por aquel entonces ejercía de médico en un barrio obrero de Berlín, y para quien la obra, “más que una novela, es una narración; el libro informa, y uno tiene la sensación (gran alabanza) de que todo podría ser verídico”. Por su parte, Albert Ehrenstein vio en ella un “compendio extraordinariamente interesante de la imagen del alma humana”, lo que venía a hacer de El pobre derrochador “una necrológica de la vida perdida de toda una generación”. La obra tuvo una buena recepción en las revistas que publicaban los exiliados alemanes en Moscú, Internationale Literatur y Das Wort. Sin embargo, tras la guerra el libro cayó en el olvido más absoluto, del que sólo fue rescatado en 1965 por la editorial Claassen de Alemania Occidental y en 1967, en la RDA, por la editorial Aufbau. Entre nosotros fue publicada hace unos años por Siruela.

En el epílogo a la edición que comentamos, Peter Engel nos cuenta que se encontró con Weiss en 1935 en Berlín, ciudad a la que éste, que ya llevaba dos años exiliado en París, había vuelto para ser tratado de una úlcera de estómago y para comprobar si le sería posible publicar en la Alemania nacional-socialista. Por desgracia, la existencia del exiliado en París no era nada fácil, y allí subsistía a duras penas con la ayuda que regularmente le enviaban Stefan Zweig y Thomas Mann. De vuelta en París, Weiss pide por carta a un amigo el envío de ciertos libros sobre oftalmología y cirugía que necesita para redactar la obra en la que está trabajando, la cual culminaría en sólo tres meses, y que dedicó a Stefan Zweig. Más tarde dedicaría a Thomas Mann su última novela, El seductor, que se publicó en Zurich en 1938, dos años antes de su suicidio en París, el mismo día (15 de junio) que las tropas nazis entraron en París.

El pobre derrochador está escrita en primera persona, y su protagonista-narrador, cuyo nombre desconocemos, es hijo de un eminente oftalmólogo austríaco. A la manera que es propia de una novela de formación, el protagonista nos narra su infancia a la sombra de un padre por el que siente devoción y que se complace en mostrarse tiránico con él. Este hombre, el padre, médico de éxito, planeará sobre toda la existencia de su hijo, a quien, en contra de sus inclinaciones, orientará hacia el ejercicio de la oftalmología, a la que el narrador deberá consagrarse en la clínica familiar. Sin embargo, la relación paterno-filial descrita por Weiss está lejos de explicarse con una sencilla fórmula (padre castrador=hijo sin carácter), y más bien está repleta de complejos y sutiles matices que permitirán aparecer al padre como buen consejero frente a los desvaríos del hijo, el cual a su vez ejercerá una suerte de tiranía sobre otros personajes, en especial su esposa, antigua sirviente de la familia.

El padre representa un principio de autoridad propio de la época, el del paternal y clemente emperador, quien puede ejercer su poder “porque nada ni nadie se lo impide”, o como escribió Eherenstein: “porque el destino del joven está ya inscrito en el amor-odio hacia ese padre de tamaño sobrenatural que limita, impide, retrasa, aplasta el crecimiento psíquico de su hijo, quien lo idolatra y, sin embargo, lucha inconscientemente con él”. Esta relación, perfilada ya desde la infancia, se enriquece en lo sucesivo con nuevos episodios que terminan por configurar una especie de cuadro clínico que habría podido ser atendido por la especialidad a la que el hijo, en contra de la opinión del padre, se sentía llamado: la psiquiatría. A ésta, que ejercía en el protagonista una poderosa fascinación motivada por una experiencia infantil, pudo finalmente dedicarse durante uno de los períodos en que estuvo libre de la autoridad del padre. El otro período al que nos referimos, anterior al de su ejercicio de la psiquiatría, fue el de la Gran Guerra, que llevó al protagonista hasta los Cárpatos y que concluyó de manera abrupta cuando resultó gravemente herido.

Mención aparte merecen las dos mujeres que, como polos opuestos, fluctúan en la existencia del protagonista, quien concebirá con ambas sendos proyectos de vida liberadores de la figura paterna, siempre frustrados. La primera, Vally, es la sirvienta de la casa, quien, pese a su mayor edad, es tan inexperta en materia amorosa como el narrador. El idilio entre ellos concluye cuando, ya casados, él comprende haber sido víctima de un engaño, precisamente el falso embarazo que fue causa del matrimonio y que acarreó varias consecuencias, entre ellas la de que el protagonista perdiera el derecho a su herencia. El hijo esperado nace más tarde de lo previsto, y Vally volverá a convertirse con el tiempo en la criada de la casa. La otra figura femenina es la mundana, millonaria y caprichosa (pero a la vez ya casada) Eveline, con la que el protagonista vivirá su correspondiente idilio en la clínica psiquiátrica en la que éste ejerce en el breve período en que se ve libre de la oftalmología. Pues Eveline está enferma, y el suyo es además un mal hereditario que no dejará de afectar al médico ulteriormente. Quizá la pasión experimentada por el narrador hacia este personaje, por lo demás inolvidable, como también lo es la sacrificada Vally, sea consecuencia del hecho de que ella pertenece a una esfera totalmente ajena a la del padre, lo que convierte también a esta relación, y a los insalvables obstáculos que deberían vencerse para consumarla en su integridad, en nuevos y feroces episodios del combate entre éste y aquél.

Otro personaje notable es Pericles, el filosófico amigo de la infancia con el que el protagonista se tropezará en las circunstancias más diversas, al que terminará salvando de la muerte y de la locura y que en la última parte del libro reaparecerá no ya como un nuevo y profético Nietzsche, sino como un odioso y triunfal representante del nuevo orden. Este nuevo orden, sobrevenido en los duros años de la inflación y la escasez, anuncia un tiempo de terror que cuando Weiss escribía era ya el suyo, y al que de ningún modo podían sentirse (ni el autor ni su personaje) afines. Lo que viene a ser una razón más para el desengaño y el extrañamiento del protagonista.

¿Y, en resumen, qué es lo que derrocha generosamente, como una y otra vez le recrimina su padre, este amante y psiquiatra frustrado? Pues ni más ni menos que la vida, ese conjunto de ilusiones, amores, iras e impulsos de toda índole puestos casi siempre en el lugar equivocado, y por los que muy poco o nada recibe a cambio. En último extremo, la inadaptación del personaje, dotado de unas potencialidades que nunca llegan a cuajar en nada, no sólo es producto de la sombra perenne del padre, sino también del desvanecimiento de una época. El libro, como se desprende de lo anterior, contiene un preciso retrato psicológico del personaje en cuestión, el cual permanecerá por siempre tan innominado como desvalido, pero también de su tiempo y de las aprensiones que éste suscitaba. Con no menos mano maestra el autor ha trazado a los personajes secundarios, lo que incluye a Judit, una de las hermanas del protagonista, a la madre de ambos y por supuesto al padre, cuya grandiosidad se acrecienta con la impotencia del hijo y que incluso, todavía en su vejez, conserva la estatura colosal de aquel otro padre al que Kafka, amigo de juventud de Weiss, escribió una memorable carta. No es extraño que algunos críticos, tras la recuperación de esta novela escrita sencillamente y que da mucho que pensar, la hayan considerado una de las más importantes del siglo pasado en lengua alemana.

martes, 1 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 82


INGEBORG BACHMANN: PALABRAS PARA LA SUBVERSIÓN DEL ORDEN

Existió una Hora Cero (Die Stunde Null) en la historia de Alemania y Austria. El nazismo y la guerra no sólo dejaron a esos países en la ruina física, sino también en una ruina moral que se manifestaba especialmente en la lengua, esa lengua del Tercer Reich a la que dedicó mucho tiempo de estudio Victor Klemperer, y cuyo veneno quedó inoculado en todas las variantes del lenguaje: el académico, el político, el popular, el literario. En 1947 se creó el “Gruppe 47”, que estaba formado, entre otros, por Paul Celan, Heinrich Böll y Günter Grass, quien parece por cierto haber desaparecido del panorama de las letras últimamente, desde que sus críticas al estado de Israel le han valido en Alemania el título de “antisemita”. En aquel grupo había dos mujeres: Ilse Aichinger e Ingeborg Bachmann. De la primera no hay mucho a disposición del lector en castellano, solamente el poemario Consejo gratuito (Ediciones Linteo, 2011) y su novela La esperanza más grande (Minúscula, 2004). Mayor, aunque todavía incompleta, es la presencia de la obra de Bachmann entre nosotros, e incluye parte de su poesía, sus relatos, alguno de sus ensayos y su única novela, Malina, que fue concebida como el primer volumen de una tetralogía que quedó inconclusa. Estas mujeres, junto al resto de los miembros del “Gruppe 47”, se propusieron alcanzar un objetivo sin precedentes en la historia moderna: una renovación consciente de la lengua, vaciada de fraseología nacional-socialista, y que en los casos de Aichinger y Bachmann debía ir aún más allá, pues tenía como fin “limpiar la lengua de aquellas palabras de las que se sirven los hombres para hablar de las mujeres en su nombre usurpando su sitio”, subvirtiendo con ello varios siglos de literatura sobre mujeres escrita por hombres, y subvirtiendo, en particular, la tradicional expresión literaria del amor, que ellas sustituyeron por la representación que de éste, con sus propias palabras, se hacen las mujeres.

Ingeborg Bachmann nació en Carintia (Austria) y estudió filosofía en la Universidad de Viena. Con poco más de veinte años publicó sus primeros relatos. En ese período su carrera literaria se vio favorecida por su contacto con Hans Weigel, quien había sido animador de los cabarets vieneses antes de la Anexión y que ejerció de crítico teatral durante los años de su exilio en Suiza. En los escombros de lo que fue Alemania las fuerzas de ocupación americanas se convirtieron durante la postguerra en el principal agente animador de una actividad cultural que habría de hacer tabla rasa con la historia reciente. Así se creó la revista Der Ruf, que acabaría siendo censurada por las autoridades militares, y la emisora de radio Rot-Weiss-Rot, a la que esperaba mejor suerte y que llegaría a ser un medio influyente en el desarrollo de la nueva cultura alemana. En dicha emisora participó Bachmann dando a conocer diversas obras radiofónicas que obtuvieron gran éxito. Sin embargo, su principal actividad en esos años, por la que alcanzó un notable prestigio, era la poesía. En 1954 se trasladó a Roma, donde, sin abandonar completamente la poesía, escribió ensayos de carácter literario y ejerció de corresponsal del Westdeutschen Allgemeinen, para el que escribió con el pseudónimo de Ruth Keller. Su compañero sentimental de entonces, el dramaturgo Max Frisch (previamente lo había sido Paul Celan), se refirió en esos años a uno de los rasgos principales del carácter de Bachmann, su arte para esconderse y desaparecer, con estas palabras: “Comprendo que no quiero vivir sin ella. ‘Roma non risponde’. No logro comprender que no pueda localizarla durante toda una noche, ni tampoco de día. ‘Roma non risponde’. Puedo imaginar toda clase de motivos… Hay algo que agota mi paciencia y es aquella pausa sonora hasta que de nuevo llega la misma voz: ‘Roma non risponde’. ¿No habrá recibido mis cartas? La quiero, la amo. ‘Roma non risponde’”.

A Ingeborg Bachmann le gustaba pasar horas en un café de Via Venetto, desde el que podía ver “de dónde salen las calles de Roma”, mezclarse con la gente y recibir a otros emigrantes austríacos y alemanes. A Roma la definió en uno de sus poemas como su “Tierra Primogénita”. En otro, escribió: “Tu mirada rastrea la niebla: / el tiempo postergado hasta nuevo aviso / asoma por el horizonte”. En aquella Roma en la que encontró el tiempo y la soledad que exigía su escritura, redactó Bachmann diversos relatos que debían servir de preámbulo a una magna obra novelística que iba a llamarse Todesarten (Modos de muerte) y que quedó frustrada cuando, en octubre de 1973, su habitación se incendió, causándole heridas por las que murió tres semanas más tarde.

No es muy amplia la obra narrativa de esta autora a la que Thomas Bernhard consideró la poeta más importante de su siglo en lengua alemana. Además, la mayor parte de la misma está compuesta por textos fragmentarios e inconexos pertenecientes a relatos y a las novelas que la autora proyectó, entre ellas El caso Franza y Réquiem por Fanny Goldmann, fragmentos que fueron publicados en 1995 y de los que algunos han sido traducidos al castellano. Solamente su novela Malina nos ha llegado completa. En ella asistimos a la desgarradora desintegración de la identidad de su protagonista, que es también el narrador. Éste, que se nos presenta como ICH, aparece dividido por los encontrados sentimientos de (y acerca de) su alter ego Malina y el amante de éste, Iván. A este trío se añade el padre del protagonista, representación del poder y la autoridad que protagoniza uno de los capítulos, el central, de los tres que componen la novela. Complemento de la misma, junto a los fragmentos publicados en 1995, es un nuevo volumen que vio la luz en Munich en 2000 y que ha publicado entre nosotros, con el título de No sé de ningún mundo mejor, la editorial Hiperión, a la que debemos también la traducción de la obra poética de Bachmann al castellano.

Mención aparte merecen sus relatos, cuya naturaleza poliestilística parece abundar en ese arte del esconderse y de la desaparición del que se quejaba Frisch. Pues ciertamente la voz de Bachmann parece ser siempre otra, en permanente experimentación y a la búsqueda de las posibilidades de esa nueva lengua literaria que denodadamente exploró en prosa y en verso. De los publicados en el volumen Ansia y otros cuentos sobresale el llamado El comandante, también un fragmento, esta vez perteneciente a la novela juvenil Ciudad sin nombre. En él nos encontramos con una figura que anticipa ya algunos de los temas que serán propios de la obra de madurez de la autora, un personaje llamado S. que ha salido de viaje sin documentación y que en su peregrinaje en pos de una identidad deberá pasar por un control de carretera. A partir de aquí la ciudad ocupada militarmente se encargará de asignarle una función, la de comandante, una autoridad que se desprende de ésta (y que el personaje ejercita) y en resumen una identidad ante la que resulta imposible rebelarse. Por su parte, el relato que da título al libro, y que igualmente pertenece a una novela inconclusa, cuenta la historia de Elisabeth, institutriz de los hijos de un tan acaudalado como antipático personaje con el que acabará casándose. Elisabeth “pensaba que sería hermoso viajar, a África sobre todo, pero el señor Rapatz no viajaba, ni tampoco lo haría por ella. (…) Entonces Elisabeth se decía que aquello no era amor, ni era pasión aunque él no pudiera estar sin ella, ya no era capaz de amar, hacía tiempo que el señor Rapatz había dejado de sentir algo que no fuera ansia”.

A entender mejor la poliédrica obra de Bachmann contribuyen sus escritos críticos, entre los que figuran ensayos, conferencias y artículos redactados a lo largo de toda su carrera. En ellos puede rastrearse el difícil itinerario de la autora, así como su relación con otros autores en lengua alemana, pero sobre todo dichos textos nos informan de su voluntad de armonizar literatura y filosofía, y lo que es más difícil: la de armonizar ambas con la vida, una vida sujeta a los imprevistos de la Historia y que debe mostrar por ello su rebelión frente a la guerra, su inconformismo social y, de paso, su amor por la música, considerada ésta “como la más alta expresión y como trascendencia del lenguaje verbal”. Y es que, por extraño que parezca, la ya de por sí considerable estatura estética y moral de Bachmann ha seguido creciendo desde su muerte, suministrándonos materiales suficientes, aunque sea en forma de fragmentos, para la lectura y la reflexión. No podía ser de otro modo tratándose de la obra de quien afirmó en uno de sus múltiples fragmentos que “sólo existo cuando escribo”.