sábado, 20 de abril de 2013

DISPARATES / 68

Carl Gustav Carus,
Alta montaña, 1824
ALEMANIA, 1800-1939: ROMANTICISMO O BARBARIE

Los dioses alemanes, como es sabido, son forjadores de temibles anillos, símbolos de riqueza y de compromiso, pero también de poder político, lo que ha venido a recordarnos el actual bicentenario del nacimiento de Richard Wagner. La devoción de sus fieles no la miden estos dioses ni a través de la fe irracional ni de las suntuosas ceremonias medio paganas que, producto de la influencia griega y asiática, son tan comunes, todavía hoy, en las exaltaciones religiosas del sur de Europa, sino de la productividad. Este fruto de la religión alemana (por otro nombre Kultur) requiere lo que desde hace dos siglos se llama “mercado”, es decir, un conglomerado de territorios poblados por seres inferiores cuya atrasada religión les impide competir en productividad, a la vez que les convierte en eficientes compradores de productos alemanes. Esa inferioridad que antes era racial y ahora es tecnológica actúa sobre Europa con el mismo propósito. Hace ochenta años Adolf Hitler cerró las fronteras comerciales del Reich, lo que redujo las opciones de la industria de su país a una sola: la conquista militar. Hoy Alemania sigue la estrategia contraria, que consiste en abrir sus fronteras sirviéndose para ello de una moneda común, a fin de imponer su excedente de productividad por medio de la conquista financiera.

Este imperialismo comercial, estos anillos que unen y subyugan a la gente, no han existido siempre, como tampoco ha existido siempre Alemania. La Kultur se creó a ritmo de marcha, la de los ejércitos napoleónicos a su paso por las tierras germánicas. La dividida Alemania reaccionó unificándose y dando los primeros pasos en el establecimiento de una civilización propia. Así, Madame de Stäel, ya antes de la desbandada del ejército francés, pudo escribir su De l’Allemagne, ensayo en el que se atrevió a cuestionar la superioridad del Clasicismo y de las Luces francesas, todo ello desbaratado por el entusiasmo de las nuevas literatura y filosofía alemanas. La Kultur surge como insurrección intelectual, y luego armada, contra el invasor; pero también como factor aglutinante de la nueva nación. De ello fue testimonio el llamado “Levantamiento de los Poetas”, al que se debe la invención de la tradición alemana moderna. Si la ocupación napoleónica pudo promover el desenvolvimiento de esta Kultur en el contexto político de las primeras experiencias románticas, el ascenso del nazismo, en lo que creíamos el otro extremo de la cronología, desató su dimensión trágica. A todo ello se refiere la exposición De l’Allemagne, 1800-1939. De Friedrich à Beckmann, que puede verse en el Louvre hasta el 24 de junio.

Compuesta por más de doscientas obras, la exposición propone una reflexión alrededor de los grandes temas que estructuran el pensamiento alemán, desde el paisajismo de Caspar David Friedrich hasta las experiencias vanguardistas de Paul Klee, Otto Dix y Max Beckmann, entre otros. Según los comisarios de la exposición, “desde finales del siglo XVIII hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la historia alemana está marcada por la difícil construcción de su unidad política en el marco de una Europa de naciones que también buscaban su lugar. Multiconfesional, geográficamente discontinua, víctima de veleidades fronterizas, y de contextos políticos y culturales muy diferentes, a veces antagónicos, Alemania debía hacer emerger la unidad subyacente al conjunto de sus territorios, lo que incluía Baviera y el Báltico, Renania y Prusia”. Una unidad territorial, añadimos nosotros, que sólo ha podido completarse a finales del siglo XX, y cuya expresión artística queda por ello fuera de los límites impuestos a la exposición, lo que acaso sea un error de bulto, pues nos priva de la visibilidad del presente alemán.

Esta omisión obedece seguramente a una corrección política que gusta en Francia cuando se trata del poderoso vecino, y que presenta su Kultur como un episodio fugaz o como un proceso ya concluido, arrumbado felizmente en los desvanes de la historia tras la barbarie nazi. Si la exposición no nos informa de lo hecho por el pensamiento y el arte alemán en los últimos ochenta años es tal vez porque se sobreentiende que quien quiera buscar tales cosas debe acudir a los talleres de diseño de Siemens o Volkswagen, o a las oficinas del Deutsche Bank, ignorando que tal pensamiento subsiste más allá de la dichosa productividad alemana, por ejemplo en la obra de autores como Günter Grass, uno de los intelectuales más críticos, por cierto, con la actual Alemania. Y es que mucho antes de que la productividad germánica se convirtiera en un problema para el resto de Europa, ya lo era para los propios alemanes, a quienes no se les dio a elegir. Privada de este arte y pensamiento contemporáneos, la exposición nos ofrece a cambio una excepcional muestra de aquellos otros que fueron ferozmente críticos en los inicios del siglo XX, cuando artistas, filósofos y poetas denunciaron los desmanes de la productividad ilimitada y del imperialismo militar a ella asociado, y también de aquel arte y pensamiento de cien años atrás (cuya naturaleza crítica no por menos evidente resulta ser menos cierta) que fue el Romanticismo.

Rosa Llorens, cuyas reseñas cinematográficas y comentarios de la política catalana pueden leerse en la prensa francesa, ha hecho un interesante análisis al hilo de esta exposición. Según ella, el homo calculator es el artífice de la Kultur y la productividad alemana, para el cual “no existe más criterio que el de la maximización de sus intereses económicos”, de lo que se desprende que “todos los homines calculatores se enfrentan entre sí con el único horizonte del aumento de la producción material en un movimiento sin fin”. Y añade: “Hace dos siglos, los románticos ya entendieron la absurdidad y los peligros de tal teoría, y trataron de regresar a una sociedad basada en el hombre y en los valores propiamente humanos, que son valores simbólicos”. En efecto, “el hombre no es una mónada; nace en una familia, en un territorio, en una nación unida por tradiciones culturales milenarias. Prolongándose en sus ancestros y en sus hijos, el hombre romántico busca un sentido a su vida que le permita salir de su finitud individual, la Naturaleza y su sentido sagrado, es decir, lo que le sobrepasa y al mismo tiempo le hace participar de un Todo cósmico”. Se trata ciertamente de una de las visiones posibles del Romanticismo, la cual constituye una eficaz réplica a la visión que de la Naturaleza tenía Goethe, pues si éste representaba a la misma de manera científica, Friedrich opta justo por lo contrario, “invitándonos a cerrar los ojos físicos para abrir los del alma”, de modo que en sus cuadros los paisajes son verdaderamente estados del alma, así como expresión de una filosofía de vida.

Max Beckmann,
El infierno: La vuelta a casa, 1919
El homo calculator, naturalmente, no es exclusivo de Alemania, pero sí ha tenido la suerte de encontrar en ella un terreno abonado. Abonado por la piedad calvinista, para la cual la palabra de Dios no es sólo mensaje de alegría, sino también Ley. Y abonado por una todopoderosa industria que se erigió en aristocracia en lugar de la vieja nobleza de los pequeños estados que la precedieron, y que más tarde también se erigió en “alma alemana” (Deutscher Seele) en lugar de los filósofos y los poetas. Esta nueva especie (in) humana ha surgido de la hibridación del poderío industrial y militar norteamericano, de la productividad a ultranza del enemigo vencido y hoy amigo alemán y de la ideología que los sustenta a ambos: el neoliberalismo. Sus excedentes de beneficios se han convertido en poder financiero, el cual no ha aprendido nada de la crisis de 2008 y hoy sigue extendiéndose a la velocidad de un virus informático. El nuevo ente encuentra en su camino hacia la uniformización mundial, en el que cada territorio estará sometido a un reparto de tareas (unos dedicados a surtir de mano de obra barata; otros, al consumo) un solo obstáculo: precisamente el de aquellos valores tradicionales basados en el hombre a los que se adhirió el Romanticismo. La derrota de éste, en beneficio de la técnica, la productividad y la deshumanización es un capítulo negro de la historia que la exposición del Louvre sólo empieza a contar, y que termina por omitir prudentemente, es decir, políticamente. Porque en última instancia lo que se nos sugiere es que fueron los sueños del Romanticismo los que engendraron a los monstruos, cosa que viene a constituir una especie de moralizante final feliz. Moralizante, aunque inverosímil, ya que sabemos que la historia continúa y que a los monstruos de la esvástica, que hipócritamente decoraron sus salones y los de los magnates de la industria con un arte romántico que para ellos no era más que propaganda, han sucedido otros nuevos. Al contrario de lo que se nos quiere hacer creer, es posible que “en la miseria cultural de nuestro tiempo, se pueda envidiar la riqueza espiritual de aquella protesta que fue el Romanticismo”, como escribe Rosa Llorens, “protesta que fue ahogada por el productivismo y la especulación científica de la Revolución Industrial, pero que puede servir de modelo a nuestra voluntad de resistir contra la cínica brutalidad de la globalización”.

Esos románticos de hace doscientos años decían a su manera que otro mundo es posible, comentario al que los vanguardistas del siglo XX añadieron otro no menos vigente: que este mundo es imposible. Pues sabemos que el tiempo de la Kultur aún no ha llegado a su fin y que hasta los mismos dioses son esclavos de los pactos y de los conflictos que ellos, con sus anillos, han sellado.

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De l'Allemagne 1800-1939. De Friedrich à Beckmann

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