martes, 18 de agosto de 2015

DISPARATES / 137

OWEN JONES Y EL CAPITALISMO DEL SIGLO XXI

Un vídeo que ha tenido mucha divulgación en las redes sociales revela, mediante dibujos y una voz en off, lo que debe hacer el espectador para “atreverse a soñar”. Hay que desprenderse de anquilosados prejuicios, ubicar la vida en la denominada “zona de confort” y, sin desprenderse de ella, lanzarse al aprendizaje de las técnicas que nos permitirán alcanzar el ansiado éxito. Éste se encuentra en el extremo de la frágil rama de un árbol, donde no hay espacio sino para uno mismo. En ello insiste mucho la voz en off: en la rama del árbol donde tu sueño puede hacerse realidad sólo cabes tú. El vídeo, titulado ¿Te atreves a soñar?, es sencillo y atractivo, y si el espectador se encuentra desprevenido puede tener sobre él el mismo efecto que un cuento de hadas. Como un producto más de la factoría Disney, también este seduce y embelesa, al menos mientras la razón crítica del espectador permanece ausente. Al aparecer dicha razón (inoportunamente, como siempre) la cosa se nos manifiesta enteramente bajo otro aspecto. Ni una sola vez el vídeo alude a la comunidad o a alguna forma precisa o imprecisa de colectivo humano. Puerilmente pensaría el espectador, hasta recibir la iluminación de este discurso, que su propio progreso está ligado al de la comunidad en la que vive. Que su vida será mejor si en ella hay suficientes guarderías, escuelas y centros sanitarios; que también será mejor si todos sus vecinos comen al menos tres veces al día o si disponen de vivienda y de los recursos necesarios para disfrutar de la vida. Nada de esto tiene la más mínima relevancia, ya que, como se nos dice, el éxito es un fenómeno exclusivamente individual. Es entonces cuando el espectador, o eso cabría esperar, comprende que lo que se le está intentando inculcar es el discurso del canalla.

El vídeo mencionado es una producción de la empresa Inknowation, la cual, según su sitio web, está dedicada a “ayudar a las organizaciones a transformarse y adaptarse a una realidad cada vez más cambiante”, lo que requiere “ayudar a los líderes y sus equipos a transformar paradigmas”. Entre los clientes de Inknowation figuran Repsol, BBVA, Iberia, Axel Springer, Indra, Kellogg y Warner. El agradecido ejecutivo de una de estas empresas afirma que “liderar la transformación de nuestra compañía, de su modelo de negocio, de su estilo de liderazgo, de su cultura, es un proceso complejo que requiere de conocimientos muy diversos, y en conjunto está siendo la mejor experiencia directiva de mi carrera”. Otro no menos agradecido añade: “La colaboración ha resultado imprescindible para dotar a la compañía de las capacidades necesarias para afrontar los nuevos retos del mercado”, tarea en la que son fundamentales la confección de innovadores planes estratégicos y las “sesiones de pensamiento creativo”. El cliente potencial al que se dirigen los servicios de Inknowation es el empresario que se considera a sí mismo “pionero” o “early adopter”, y al que por tanto motivan los retos, en especial cuando se siente perdido o desorientado y se pregunta: “¿Qué puedo hacer?”

El éxito de este discurso obedece al hecho de que armoniza en su totalidad con el mensaje que recibimos sin parar de aquello que constituye nuestro entorno vital. El discurso del canalla, en efecto, zafio y egoísta como es, ha calado en todos los órdenes de nuestro mundo, constituyéndose en nuevo sentido común que sería absurdo, y hasta dañino, cuestionar. Que “no hay alternativa” es la idea que nos sueltan por los medios más variados cada cinco minutos; que “no hay alternativa” es lo que les han dicho a los griegos. Que no existe la sociedad, y por tanto la comunidad; y que no hay alternativa, eran las frases favoritas de Margaret Tatcher. El discurso del canalla no es nuevo ni inevitable. Surgió en los inicios de los años ochenta para ser expresión fiel de la ideología neoliberal.

Owen Jones nació en Sheffield en 1984, en el momento en que Tatcher desplegaba todos sus recursos publicitarios, económicos y policiales para derrotar a la clase obrera británica. Acerca del estado en que ha quedado esa clase obrera escribió Jones su primer libro, Chavs, que fue un éxito en Reino Unido y que en España, publicado en su día por Capitán Swing, anda ya por su sexta edición. El título del libro alude a la forma despectiva con que se designa a una supuesta subclase social formada por desempleados, sobre todo jóvenes, que se benefician de los subsidios sociales y que carecen, también supuestamente, del impulso de progresar. Estos jóvenes vagan ociosos por calles y plazas con sus chándals Burberry, seguramente adquiridos en unos grandes almacenes tipo Woolworth’s. La prensa sensacionalista ha creado en Reino Unido el arquetipo del “chav” (palabra de origen gitano) para referirse a ellos, individuos que nunca podrán ser clientes de Inknowation y cuyos rasgos más sobresalientes consisten en su vagancia y en su habilidad para percibir alguna ayuda del Estado, cosa que las adolescentes chavs consiguen quedándose embarazadas. Jones desmonta en su libro la caricatura chav con datos oficiales, los cuales resultan abrumadores cuando nos informa acerca de los millones de puestos de trabajo perdidos en Reino Unido, en la minería y la industria, durante la primera ofensiva neoliberal. Aquel desbaratamiento de una clase obrera que hasta hacía poco había pasado por ser la más organizada de Occidente arrasó no sólo puestos de trabajo, sino también sindicatos, asociaciones vecinales y la totalidad de una cultura obrera cuya desaparición ha dejado a sus integrantes inermes ante la nueva avalancha neoliberal desatada con la excusa de la crisis financiera. En efecto, la caricatura del chav indolente y holgazán, parásito de las arcas públicas, ha servido por igual a conservadores y laboristas para desmontar el Estado de Bienestar, y ello por el simple procedimiento de aplicar a la sociedad los mismos principios por los que se rigen las grandes corporaciones: el éxito no es cosa que tenga que ver con lo colectivo, y en la persecución desesperada del mismo los que quedan atrás no son víctimas de una injusticia social, sino perdedores individuales.

Jones identifica a esta supuesta subclase social de los chavs con lo que queda todavía de la clase obrera, la cual, si ahora se nos aparece degradada, no es sólo por su derrota material ante el neoliberalismo, sino, sobre todo, por su derrota moral. Perdidos los puestos de trabajo y las formas de organización correspondientes, estos hijos y nietos de obreros, sobre todo en el norte de las Islas, pueden aspirar como máximo a los empleos precarios que ofrece el sector servicios: el de dependiente o cajero en un supermercado y el de teleoperador. Frente a ellos, como realidad inalcanzable, se erige el mito de la “Middle England”, una clase media que se ha apropiado con frenesí de los valores consumistas e insolidarios del neoliberalismo. Esta clase vive en sus confortables confines ajena completamente a lo que la rodea, es decir, a un tejido social destruido cuyas estadísticas oficiales, en el Reino Unido de hoy, se asemejan a las que eran propias del Tercer Mundo unos años atrás.

Explica Jones cómo esta poderosa ideología neoliberal ha creado paradójicamente un nuevo sentido común en una época caracterizada según la propaganda como la del fin de las ideologías, y que además se nutre de nociones que en muchos casos ya eran suficientemente conocidas en pleno período victoriano, en el siglo XIX. Ya entonces, en efecto, el discurso del canalla mostraba cómo “los pobres son inherente y moralmente indigentes y fraudulentos, por lo que no tiene sentido darles ninguna ayuda”. El mismo razonamiento justificaba en 1974 las creencias eugenésicas de Keith Joseph, el padrino y maestro de Margaret Tatcher en el Partido Conservador, según el cual las clases inferiores procreaban demasiado deprisa, “poniendo en peligro el equilibrio de nuestra población y de nuestra reserva humana”.

A mostrar cómo ha sido posible que semejante ideología haya conseguido triunfar y presentarse en público en forma de sentido común ha dedicado Jones su segundo libro, El Establishment, que ha publicado entre nosotros Seix Barral. El libro desvela el camino seguido por los ideólogos del neoliberalismo desde la postguerra, cuando sus creencias estaban muy lejos de ser parte del sentido común y en la economía europea predominaban los principios del keynesianismo. Si las ideas de estos “escuderos”, como los llama Jones, apenas merecían alguna atención antes de los años setenta, resulta en cambio que hoy han sido ampliamente superadas por la realidad. A tal fin se constituyeron grupos de presión, los llamados “think tanks”, que fueron generosamente financiados por las grandes corporaciones de la industria y de la banca, y ello con el auxilio de los medios de comunicación, consagrados devotamente a formatear el disco duro de la ciudadanía. Sin embargo, tal vez el capítulo más apasionante del libro de Jones sea aquél que dedica a mostrar cómo este neoliberalismo que desdeña al Estado y que desprecia sus facultades para la gestión ha tomado todas las medidas posibles para apropiarse de él y ponerlo a su servicio, tanto para la aprobación de nuevas leyes, relativas por ejemplo a facilitar la evasión fiscal, como para el rescate de los sectores económicos, como el automovilístico o el financiero, que han ido cayendo uno a uno a consecuencia de sus propios excesos.

Advierte Jones igualmente de la manera en que esta privatización de los recursos públicos atañe a la democracia, y sugiere que “restaurar la democracia también implica luchar contra el poder de los financieros”. Jones, que desde sus artículos en The Guardian y The Independent postula una “revolución democrática”, afirma que ésta debe aprender de la capacidad demostrada por el neoliberalismo para instaurar un nuevo sentido común: “que todos los fragmentos se reúnan y que nosotros también tengamos unos escuderos igual de eficaces que sean capaces de moverse por un entorno hostil”. A este respecto, Jones ha venido a convertirse en el “embajador” de Podemos en Gran Bretaña, donde forma parte del Centre for Labour and Social Studies.

Recuerda Serge Halimi este mes en Le Monde Diplomatique los principios sobre los que se fundó Europa: “democracia, solidaridad y prosperidad”, unos principios que no pueden estar más lejos de la actual realidad europea. A que la realidad sea reversible dedica estos libros Owen Jones, uno de los autores que mejor ha desentrañado en los últimos tiempos el discurso del canalla. En la revista mencionada más arriba, la cantante y compositora griega Angélique Ionatos ha escrito que “desde hace algunos meses, mi país se encuentra a menudo en el centro de la actualidad. Yo escucho y leo comentarios que, a menudo, me hieren. A menudo me siento desalentada por no poder hacer nada frente a tanta desdicha. A veces hasta me siento tentada de callarme”. Pero no son estos tiempos de callarse, sino de atreverse a soñar de manera diferente y de crear un nuevo sentido común.

lunes, 10 de agosto de 2015

LECTURA POSIBLE / 191

EMMA REYES: UNA INFANCIA EN COLOMBIA

Desde París, donde residía por entonces, la pintora colombiana Emma Reyes envió a un amigo historiador, Germán Arciniegas, una carta en la que describía una parte de sus recuerdos de infancia. Era en 1969, y desde hacía unos años Reyes se había convertido en una artista que gozaba de reconocimiento, además de actuar en la capital francesa como madrina y consejera de otros artistas colombianos que trataban de abrirse camino en Europa. A Arciniegas lo había conocido mucho antes, también en París, y de la amistad surgida entonces, hacía más de dos décadas, fue producto alguna confesión de la pintora acerca de sus primeros años de vida, período del que no le gustaba hablar con cualquiera y del que conservaba una memoria fuera de lo común. Aquella carta era fruto de la insistencia del amigo de que ella pusiera sus recuerdos por escrito. A la primera, siguieron otras veintidós cartas, redactadas todas ellas con el objeto de dejar un testimonio personal y literario y a la vez, acaso, como conjuro contra los fantasmas de su infancia. Estas cartas, que tuvieron entre sus primeros lectores a Gabriel García Márquez, recibieron de Reyes la autorización para ser publicadas sólo tras su muerte, que aconteció en Burdeos en 2003. Con el título de Memoria por correspondencia aparecieron en Colombia hace unos años, con gran éxito, y ahora han sido editadas entre nosotros por Libros del Asteroide.

Más allá del misterioso origen de Emma Reyes, que al parecer pudo ser nieta (nunca reconocida) de un presidente de su país, el interés de esta correspondencia reside en la naturaleza singular de los hechos narrados en ella, así como en la perspectiva desde la que su autora los evoca, y que, pese al mucho tiempo transcurrido desde que sucedieron, viene a reproducir con sorprendente fidelidad el lenguaje y la manera de pensar de la niña que fue y que protagonizó los episodios aquí relatados. Fue la suya la clase de infancia reservada a los hijos ilegítimos, carentes de papeles con los que andar por la vida. En alguna ocasión la adulta Reyes afirmó que dicha infancia le parecía “a veces tristísima y a veces privilegiada”. Cabe al lector juzgar dicha afirmación, y si desde nuestra óptica será difícil contradecir lo primero, como observó en su momento la crítica colombiana, la cual señaló en estas cartas su carácter emotivo y conmovedor, menos fácil será encontrar en ellas el rastro de esa infancia privilegiada de la que habla la autora.

La narración, que más o menos se desarrolla cronológicamente, se inicia con una de las escasas alusiones de Reyes al presente en el que escribe sus cartas. Eran los días en que el general De Gaulle, derrotado en un referéndum, abandonaba la política. Este hecho, explica la autora, trae a su mente el recuerdo más lejano que guarda de su infancia, allá por la década de 1920, cuando contaba apenas cuatro o cinco años. Y escribe: “La casa en la que vivíamos se componía de una sola y única pieza muy pequeña, sin ventanas y con una única puerta que daba a la calle. Esa pieza estaba situada en la Carrera Séptima de un barrio popular que se llama San Cristóbal en Bogotá”. Allí vivía Emma Reyes junto a su hermana Helena, un niño de nombre desconocido al que llamaban “Piojo” y la señora María, que era “muy joven, alta y delgada”. Esta señora María va a ser un personaje central en la infancia de la autora, un personaje por lo demás enigmático al que la niña ni juzga ni entiende, pero de la que el lector podrá formarse su propia idea por lo que de ella se va contando. Era, por lo que deducimos, una mujer de vida liberal en un contexto religioso integrista, que al parecer había contado con la protección de cierto caballero de alcurnia y que abrigaba la esperanza de mejorar sus condiciones de vida, para lo cual los niños eran un obstáculo insalvable. “Nunca nos habló de su familia ni de su vida”, dice Reyes. “Nuestras relaciones con ella se limitaban a seguir sus órdenes sin protestar ni preguntar por qué. Era dura y muy severa”.

La vida de los niños se desarrollaba en la calle, por la que circulaba un tranvía que paraba ante la puerta de una fábrica de cerveza. Por las mañanas Emma tenía que llevar la bacinilla al muladar que se encontraba tras la fábrica, para vaciarla. “En nuestra pieza no había ni luz eléctrica ni inodoro. No había día que la bacinilla no estuviera llena hasta el tope y los olores eran tan nauseabundos que muchas veces yo vomitaba encima. Los viajes de la pieza al muladar eran los momentos más amargos del día”. Todos los chiquillos del barrio jugaban, gritaban, se insultaban, rodaban por una montaña de greda y escarbaban en la basura en busca de “tesoros”. Estos eran latas de conserva, zapatos viejos, trozos de alambre o de caucho, palos y vestidos viejos. Después, la señora María cae enferma, y un buen día la encuentran acostada y con un niño recién nacido en los brazos. Ni Emma ni los otros niños comprenden lo sucedido, como tampoco que no mucho tiempo más tarde abandonen al recién nacido ante la puerta de un convento. “Un niño puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra”. Al dirigir una última mirada al canasto donde se encontraba el niño, Emma era incapaz de gritar, ya que “mi sentimiento de revuelta era más fuerte que mi voz. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia”, escribe.

Las cartas narran el itinerario seguido por Emma, su hermana, “Piojo” y la señora María, primero a la ciudad de Guateque, luego otra vez a Bogotá y después a Fusagasugá. En estos lugares la señora María está encargada de la concesión de una fábrica de chocolate, y cuando las personas mayores preguntan a Emma quién es su madre ella responde: “La agencia de chocolate”. En el relato de las miserias cotidianas caben también algunos episodios que alegran la vida de Emma, tales como la mazamorra colectiva que cocinan los vecinos de la casa y que viene a sustituir por unos días a la magra dieta acostumbrada, hecha a base de panela y mogolla; o la fiesta taurina de Guateque que concluyó con un descomunal incendio. Sin embargo, los temores de Emma no tardarán en hacerse realidad, y un día ella y su hermana, igual que antes ocurrió con el niño, son abandonadas por la señora María, pasando ambas a ser acogidas en el convento de María Auxiliadora, donde Emma vivirá en total reclusión durante los siguientes quince años.

Más de la mitad de las cartas que componen el libro se refiere a la dura vida conventual y al cruel y autoritario régimen que allí imperaba. De la asilvestrada educación recibida en el convento, referida en exclusiva a la doctrina católica, Emma obtuvo algunos conocimientos como los que se muestran en el siguiente párrafo, que pese a su extensión merece ser reproducido íntegramente: “Otro día nos contó la historia de un niño que se llamaba Jesús, la mamá de ese niño también se llamaba María, eran muy pobres y habían viajado en burro, como nosotras cuando fuimos a Guateque. Pero ese niño Jesús tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá era muy rico. El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba todo el tiempo. Pero como la mamá vivía solo con el papá pobre, no tenían ni casa en qué vivir y cuando nació el niño Jesús tuvo que ir a nacer en la casa de un burro y de una vaca. Pero el papá viejo, rico, que vivía en el cielo, mandó una estrella donde unos amigos de él, que también eran muy ricos y que se llamaban Reyes como nosotras, esos señores vinieron a visitar al niño Jesús a la casa de la vaca y el burro y le trajeron tantos regalos y oro y joyas y entonces ya no fue más pobre sino rico. Yo le pedí que nos llevara a donde estaba ese niño; dijo que el Niño ya no estaba en la tierra, que se había ido a vivir con su papá rico que estaba entre las nubes, pero que si éramos buenas y obedientes lo veríamos en el cielo”.

Emma Reyes se escapó del convento de María Auxiliadora siendo ya una mujer, de la manera que se describe en la última carta. Aprendió a leer y a escribir, viajó por diversos países latinoamericanos y le tocó vivir las revueltas que por entonces ensangrentaban algunas regiones de Paraguay. Tardíamente iniciada en la pintura, colaboró con Diego Rivera y ayudó a organizar la última exposición en vida de Frida Kahlo. Se casó con el escultor Guillermo Botero y se separó de él, aunque más tarde le ayudó a montar su taller en París. Gracias a una beca de la argentina Fundación Zaira Roncoroni se trasladó a París y luego a Italia, donde hizo amistad con Alberto Moravia y Elsa Morante, entre otros, y viajó a Washington, contratada por la Unesco, para participar en la confección de cartillas de alfabetización para Latinoamérica.

Hasta su muerte, Emma Reyes expuso su obra en diversas ciudades europeas y americanas, y parte de la misma puede verse hoy en Málaga, en la Fundación Arte Vivo Otero Herrera. Es la suya una pintura en la que conviven la figuración y la abstracción, concebida a menudo en forma de estructuras coloreadas que son producto de su experiencia con las monjas como bordadora, y en la que se advierten signos de la deliberada ingenuidad que preside sus cartas. Éstas son testimonio doloroso de una infancia privada de lo que comúnmente se considera propio de ella, pero están exentas al mismo tiempo del menor atisbo lastimero. Muy al contrario, lo que se aprecia en estos textos publicados sin corrección alguna, tal como salieron de la pluma de una mujer que había adoptado como lengua el francés y que había aprendido a escribir ya adulta, con todos sus errores ortográficos y gramaticales, es una energía desbordante orientada hacia la libertad, el dominio de uno por sí mismo y la vida. Como ocurre en sus cartas, y como ella misma escribió, “es verdad que mi pintura son gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son hombres y dioses o animales o mitad de todo”. Unos monstruos familiares que nos ilustran acerca del difícil arte de la supervivencia, y de la voluntad, aun en la mayor desolación.