martes, 29 de noviembre de 2016

DISPARATES / 159

EDWARD ALBEE: ¿QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF?

Desde el 15 de este mes existe en Sheridan Square, en Nueva York, una placa conmemorativa dedicada a la Circle Repertory Company, que estuvo en activo entre 1969 y 1996 y que fue, además de una escuela de talentos de la que salieron algunas estrellas de Hollywood, uno de los centros principales de la renovación del teatro americano. Como homenaje a otro de esos renovadores, Edward Albee, se celebrará el próximo martes un acto en el August Wilson Theatre, en la esquina de la calle 245 Oeste con la calle 52. Albee, autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y uno de los mayores dramaturgos estadounidenses del siglo pasado, escribió más de una treintena de obras para la escena, recibió en tres ocasiones el Premio Pulitzer y en dos el Tony, y falleció el pasado septiembre a la edad de ochenta y ocho años.

Sin nombre ni apellido, nuestro autor nació en Washington en 1928, y con dos semanas de vida fue entregado en adopción a Reed A. Albee, que lo llevó al pueblo de Larchmont, al noreste de Nueva York. Su padre adoptivo era a su vez hijo del empresario de vodevil Edward Franklin Albee, hombre de éxito y déspota creador de un sindicato de artistas que Groucho Marx comparó con la Gestapo, y que dejó a su muerte una considerable fortuna. Su nieto adoptivo, destinado a convertirse en el futuro en continuador de los negocios y las estrategias empresariales del abuelo, resultó ser un rebelde que en pocos años consiguió ser expulsado de la escuela secundaria y de una academia militar, y más tarde también del Trinity College, en Hartford, por ausentarse de las clases y por su negativa a asistir a los actos religiosos. A causa de las perennes discordias con sus padres adoptivos nuestro autor pasaba más tiempo con la familia de Delphine Weissinger, joven con la que se comprometió brevemente, compromiso frustrado por la marcha de ella a Inglaterra. Por fin, Edward Albee se fugó de casa y se instaló en Manhattan, en el Greenwich Village. “Ni ellos sabían ser padres ni yo tampoco sabía ser hijo”, declaró mucho más tarde en una entrevista. Curiosamente, este deplorable alumno iba a ser con el tiempo profesor de la Universidad de Houston, donde impartió cursos de escritura teatral.

En Greenwich Village, Albee desempeñó diversos trabajos y escribió su primera obra dramática, The Zoo Story, a la que enseguida sucedieron The death of Bessy Smith y The Sandbox. Su consagración, sin embargo, llegaría en 1962 con el estreno de Who’s afraid of Virginia Woolf?, obra que estuvo en cartel casi dos años en el Billy Rose Theatre, y sobre todo con la versión cinematográfica de la misma, que, dirigida por Mike Nichols, protagonizaron cuatro años después Elizabeth Taylor y Richard Burton. A ella seguirían A delicate balance, una adaptación musical de Desayuno en Tiffany’s, y, ya en nuestro siglo, The goat or Who is Sylvia? Homosexual que se percató de su condición ya a los doce años, Albee mantuvo una relación con el dramaturgo y guionista Terrence McNally, y más tarde con el escultor Jonathan Thomas. El primero de ellos, en un discurso a la League of American Theatres and Producers, hizo una declaración que sin duda suscribió nuestro autor: “Creo que el teatro nos enseña qué somos, lo que es nuestra sociedad y hacia dónde vamos. No creo que el teatro pueda resolver los problemas de la sociedad, pero sí es capaz de proporcionar un foro para las ideas y los sentimientos que pueden llevarla a sanar y a transformarse a sí misma”.

A la cruda exposición de los conflictos, en el seno de nuestro mundo moderno, que son propios de un ámbito privado, el del matrimonio, está dedicada ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra que como es sabido supuso una conmoción en Broadway y en el teatro americano. Con cerca de tres horas de duración, este drama negro e intimista describe la crisis de un matrimonio de mediana edad, el formado por Martha y George, a través de las inquinas, las humillaciones y los desengaños acumulados a lo largo de veinte años, los cuales estallan una noche ante los ojos del espectador y los de una joven e inocente pareja que ha sido invitada a cenar. Dividida en tres actos, su título alude a la célebre canción de Disney ¿Quién teme al lobo feroz?, transmutada aquí en atención al estatus social de los cultivados protagonistas, una hija de un rector universitario y un profesor.

El primer acto, titulado Diversión y juegos, nos muestra a los personajes principales recibiendo en su casa a la joven pareja formada por Nick (también profesor) y Honey. Mientras corre el alcohol, Martha y George se enredan en una trifulca verbal que escandaliza a los jóvenes, que tímidamente hacen intención de largarse. Las diferencias de origen y de nivel económico hacen su aparición cuando Martha relata a los jóvenes un episodio en el que avergonzó a su marido ante su padre, escena que se resuelve con un disparo efectuado por George con una escopeta de juguete. El acto concluye con Honey corriendo al baño al borde del vómito.

El segundo acto se titula Noche de Walpurgis, en alusión satírica a su equivalente en el Fausto de Goethe. La asamblea de brujas a la que asistimos ahora, sin embargo, está presidida por las amargas querellas matrimoniales de los protagonistas y el alcohol. Ambos hombres se encuentran en el exterior de la casa, dedicados en principio a hablar pacíficamente de sus respectivas esposas. Según Nick, resulta que la suya padece un embarazo psicológico, a lo que George replica con un relato de juventud, cuando uno de sus compañeros de clase disparó accidentalmente a su madre, causándole la muerte. El mismo compañero de clase mató el verano siguiente a su padre, también accidentalmente, quedando a continuación sin habla. Llegados a la cuestión de concebir o no concebir hijos, los dos hombres terminan por discutir e insultarse. Después vuelven al interior para reunirse con las mujeres. Tras un baile erótico de la pareja protagonista, Martha cuenta el tortuoso argumento de una novela que escribió su marido –la historia de un niño que asesinó a sus padres–, novela que no se publicó porque así lo ordenó su propio padre, a lo que sigue una reacción violenta de George. Tras calmarse los ánimos, éste hace blanco de sus sátiras a la pobre Honey, que por segunda vez corre a vomitar al baño. El desenlace de este acto ofrece dos versiones: en la primera, Martha se insinúa a Nick, y ante su perplejo marido ella y el joven suben las escaleras en dirección al dormitorio. Hasta 2005, Honey volvía porque creía haber oído el timbre de la puerta, encontrando solo a George, momento que éste aprovechaba para informarle de que su hijo imaginario había muerto. En la “edición definitiva”, sin embargo, el acto concluye antes del regreso de Honey.

El exorcismo es el título del tercer acto. En su inicio, Martha aparece sola, gritando a los demás y recibiendo luego a Nick. George aparece con un ramo de flores y gritando las palabras “flores para los muertos”, invocando así una escena de Un tranvía llamado deseo. A continuación Martha y George se unen para insultar a Nick, recriminándole que poco antes, en el piso superior, no hubiera podido tener relaciones sexuales con ella porque estaba demasiado borracho. A esto sigue un enigmático episodio –un nuevo juego– en el que George anima a su esposa a hablar de su hijo común. Ella “recita” momentos de la crianza de su hijo, del que alaba su belleza y talento, mientras George, por su parte, lee versos del Libera me de la misa de difuntos, y finalmente Martha le acusa de haber arruinado su vida. Pero todavía entonces George le informa de que esa tarde un mensajero de Western Union había traído un telegrama según el cual su hijo acababa de matarse. Horrorizados y compadecidos, los jóvenes se marchan. Devueltos a su soledad, George canta con voz queda: “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, y ella le responde: “Yo, George, yo”.

Existen varias lecturas posibles del texto de Albee, siendo tres de ellas, como se ha ocupado de señalar la crítica, la confrontación entre realidad y fantasía, invocada ésta última por los protagonistas para hacer más soportable aquélla; el juego de imágenes reflejadas en el que los protagonistas se ven a sí mismos de jóvenes, todavía ingenuos y optimistas, a través de Nick y Honey; y por último la implacable crítica dirigida aquí contra la familia convencional americana, cuya feliz fachada ocultaba ya por entonces un campo de ruinas. Otras lecturas más complejas remitirían al psicoanálisis, a los trastornos de la conciencia y a la propia historia de la gran nación americana. El lobo feroz del cuento no es sino el miedo a vivir la vida sin falsas ilusiones, ni autoengaños ni juegos, un miedo universal que flota en el ambiente de toda la obra y que seguramente explica su éxito más allá de Estados Unidos. A dicho éxito contribuye también el clasicismo de esta pieza sobriamente respetuosa con la unidad de espacio y tiempo, y ello a pesar de los dos nefastos intermedios con que se representa a veces, siguiendo la pauta de la producción que se estrenó en Broadway. Dicha producción contó con intérpretes reconocidos como Uta Hagen, en el papel de Martha, y Arthur Hill como George. En 1963 la compañía Columbia lanzó al mercado una grabación de la obra en cuatro discos de larga duración, habiéndose publicado la edición en disco compacto hace ahora dos años.

¿Quién teme a Virginia Woolf? se estrenó en España en 1966, en el madrileño Teatro Goya. De aquella producción dirigida por José Osuna e interpretada por Mari Carrillo y Enrique Diosdado se dijo en ABC que “la osadía del autor puede parecer derrotista, cuando es la osadía de un valiente; puede parecer inmoral, cuando es un puro gemido amoroso; puede parecer destructiva, cuando es, o quiere ser, una grave y triunfal operación quirúrgica”. Y el mismo crítico, Enrique Llovet, tras emparentar la obra con el teatro del absurdo y encarecer los méritos de la actriz protagonista –“tierna, patética, terrible e infantil” –, añadió que la obra era “de las más angustiosas, más polémicas, más agrias, pero también más hermosas del actual teatro”.

El mismo año del estreno madrileño llegó a las pantallas la adaptación cinematográfica, que, aún más que la teatral en Broadway, iba a conmover a la industria de Hollywood. El lenguaje del film, considerado como “indecente”, acarreó a los productores no pocos problemas con la censura, la cual, en una lectura previa, eliminó gran parte de sus diálogos. En contra de la costumbre habitual en esos años, el director Mike Nichols se negó a rodar tomas alternativas con textos que resultaran aceptables para la censura, poniendo a ésta en la situación de tener que prohibir la película en su totalidad. A resultas de ello, la versión para el cine de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, junto a Blow-Up, la película de Michelangelo Antonioni que se estrenó ese año, fueron las primeras que se distribuyeron mediante un nuevo sistema de calificación –que aún perdura– ideado por la Motion Picture Association of America, tras abolir el viejo código de producción de Will H. Hays.

La compañía citada al principio, la Circle Rep, para la que nunca escribió Edward Albee, y en la que se formaron actores como William Hurt, Christopher Reeve, John Malkovich y Demi Moore, fue solo uno de los efectos de esta nueva dramaturgia americana de la que participó nuestro autor, quien acertó a incorporar al expresionismo de Eugene O’Neill y al realismo de Arthur Miller el impulso de nuevas corrientes europeas que al otro lado del océano crearon un teatro pero también un público, y una fisura crítica por la que se iban a introducir las vanguardias y los experimentos de los años sesenta y setenta, un período de bulliciosa creatividad sin el que sería imposible entender aquel teatro y el nuestro.

martes, 15 de noviembre de 2016

DISPARATES / 158

JORGE ALEMÁN Y MARK FISHER: IMAGINANDO EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

Cuenta Mark Fisher que tradicionalmente los líderes del laborismo británico se veían obligados a inventarse un pasado obrero. En lugar de ello, el ex primer ministro laborista Gordon Brown declaró en una ocasión ante los magnates de la Confederación de la Industria Británica que él llevaba “los negocios en la sangre”, pues su madre había sido directora de una compañía y en consecuencia en su casa los negocios estaban “en el aire”. Más tarde, la aludida, la señora Jessie Elizabeth Brown, tuvo que reconocer públicamente que nunca había dirigido nada, y que sólo había realizado algunas actividades administrativas ligeras en una pequeña empresa familiar.

Se refirió Goethe alguna vez a una interioridad humana que era universal y a la vez privada y a la que llamó “ciudadela inexpugnable”. Era acaso el lugar que en otro tiempo se solía llamar alma y en el que habitaban un yo exclusivo atravesado por pulsiones que sólo se desvelarían tiempo después, mediante el psicoanálisis, y un común denominador que vendría a ser, si puede decirse así, nuestra esencia antropológica. Lo que caracterizaba principalmente a este lugar íntimo era su naturaleza inexpugnable, la cual podía salvaguardar su integridad frente a los amenazadores poderes de la economía y de los sistemas políticos y sociales. La misma ciudadela que se encontró con las grandes religiones y que pudo sobrevivir a los totalitarismos del siglo XX se halla ahora, en los inicios de la era de Donald Trump y Marine Le Pen, en peligro inminente, acechada como está por una revolución imprevisible que después de modificar las condiciones de vida de las personas muestra también la pretensión, y la capacidad, de alterar aquello que en nosotros es constitutivo de la especie, que es insustituible y que venía siendo el domicilio, entre otras cosas, de nuestra manera de entender la vida, la muerte y el deseo.

El neoliberalismo ha irrumpido en la subjetividad humana para operar en ella una ingeniería que si por una parte obedece a intereses que sólo conocen el corto plazo por otra es, en cambio, de largo alcance. Y no puede ser de otra forma, ya que su acción depredadora persigue a toda costa el beneficio inmediato y, tras poner fecha de caducidad a la civilización humana tal como la conocemos, aspira a fundar una nueva racionalidad, para lo que requiere que la lista de las materias primas explotables y limitadas que ofrece la naturaleza, a las que en su tiempo se sumó la renovable materia humana en tanto que fuerza de trabajo, se amplíe con el potencial consumidor de cada sujeto, potencial convertido también en mercancía y que ya es el único anhelo que el hombre debe tener bajo el capitalismo: ello implica una explotación intensiva de sus deseos, sus aspiraciones secretas, su lenguaje y sus sueños. Sin embargo, como ha podido afirmar Jorge Alemán en su último libro, quedan todavía esferas de la subjetividad a las que la ideología neoliberal no ha tenido acceso, de lo que se deduce que por ahora “el crimen no es perfecto”, y también que la necesaria emancipación del hombre es hoy condición para su supervivencia.

Nacido en Buenos Aires en 1951, Jorge Alemán es madrileño desde 1976. Psicoanalista y poeta, en su ciudad de adopción fundó una revista lacaniana, Serie Psicoanalítica, y en la actualidad es docente del Nuevo Centro de Estudios Psicoanalíticos. Su obra, asociada a la de Slavoj Žižek y Ernesto Laclau, es extensa, e incluye títulos como Lacan en la razón posmoderna (2000), Derivas del discurso capitalista (2003) y Para una izquierda lacaniana (2009), trabajos a los que se añaden diversos libros de poesía en los que, como lacaniano que es, el autor muestra que lo escrito no tiene por qué remitir necesariamente a su significante inmediato, lo que abre un camino a la subjetividad y a su lengua. Pues ahora sabemos que la condición humana está triplemente marcada por la existencia sexual, hablante y mortal. Del sujeto en cuya construcción quiere intervenir el capitalismo, y de las formas de la nueva racionalidad que éste impone, trata en su libro mencionado más arriba, Horizontes neoliberales en la subjetividad, que ha publicado la editorial argentina Grama hace unos meses.

La obra de Alemán se despliega en torno a dos ejes: el de Lacan y el de un cierto postmarxismo, en busca de una complementariedad no siempre fácil entre el sujeto y lo colectivo. Si el psicoanálisis trae “malas noticias” al pensamiento tradicional de la izquierda, en tanto que en el sujeto maniobran pulsiones que chocan con la razón, dicho sujeto no puede simplemente ser ignorado por un pensamiento emancipatorio. Es en esa tensión en la que se localiza la fuerza creativa de la izquierda lacaniana, como explicó nuestro autor en su libro de 2012 Soledad: Común, en el que mostró cómo la subjetividad, la ciudadela invocada por Goethe, más allá de ser un espacio postmoderno y aislado de lo colectivo, podía converger con la política. La comprensión por parte de Alemán de que el hombre no es como querría la izquierda clásica implica una crítica radical del marxismo, el cual no supo reflejar en su pensamiento la importancia de la subjetividad del individuo. Ha sido, en cambio, el capitalismo el que ha comprendido que su fuerza no radicaba solamente en la explotación de la fuerza de trabajo, sino también, paralelamente, en la apropiación de la subjetividad: “El neoliberalismo, que es una mutación del capitalismo, se caracteriza por ser una gran fábrica de subjetividades”. El hombre neoliberal, empresario de sí mismo, endeudado, identificado con el modelo del “triunfador”, lector de libros de autoayuda, no es feliz ni puede serlo, ya que es reo de una lógica en la que una y otra vez se ve superado, incapaz como es de dar la talla. Prueba de esto último son las “irrupciones igualitarias” que periódicamente se producen en defensa de los derechos humanos, los de la mujer y los servicios públicos, “experiencias de lo común”, según las llama Alemán, que en España dieron lugar al 15 M y a la aparición de Podemos.

Dichas experiencias, según nuestro autor, constituyen un “retorno de lo reprimido”, de aquello que el poder dominante creía enterrado, y por tanto de una subjetividad todavía autónoma. Esta reaparición de lo reprimido se produce en un momento de la Historia en que a los viejos y agoreros anuncios de apocalipsis ha sucedido uno del que sabemos que es verdadero, que podrá diferirse indefinidamente, pero que ocurrirá con certeza como ya predijo Lacan al referirse a la consunción a la que se encaminaba el capitalismo. Es este período de consunción en el que el capital adopta un nuevo modelo de acumulación primitiva caracterizado como “expolio y desposesión”, según lo ha definido el antropólogo David Harvey, el que determina nuestro presente.

A ilustrar este mismo presente desde una perspectiva que armoniza con la anterior dedicó el autor británico Mark Fisher su libro Capitalist realism. Is there no alternative?, que apareció en Inglaterra en 2009 y que ha sido traducido este año por la editorial argentina Caja Negra.

Mark Fisher nació en 1968 y estudió filosofía en la Universidad de Hull. Tras pasar unos años en la de Warwick, donde fue miembro fundador de la Cybernetic Culture Research Unit, creó “k-punk”, un blog consagrado a la teoría cultural que acabó por convertirse en una referencia para filósofos y gentes de la cultura popular, especialmente en el campo de la música. Fue uno de los fundadores de la editorial Zero Books, influyente “grupúsculo con un pie dentro y otro fuera de la academia”, y director adjunto de la revista de música de vanguardia The Wire. Ha escrito tres libros: The resistible demise of Michael Jackson, que se publicó en 2009 y del que existe edición en castellano (Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma, Caja Negra, 2014); Ghosts of my life: Writings on depression, hauntology and lost futures (2014) y este Realismo capitalista que ahora comentamos. Actualmente Fisher es profesor en el Centre for Cultural Studies de Goldsmith, en la Universidad de Londres.

Ha dicho Slavoj Žižek acerca de este libro que “es simplemente el mejor diagnóstico del dilema que tenemos”. Y también que en él, “a través de ejemplos de la vida cotidiana y la cultura popular, [el autor] nos entrega un despiadado retrato de nuestra miseria ideológica”. El libro viene a ser un muestrario práctico de las consecuencias de esa aludida irrupción del neoliberalismo en la subjetividad, al que Fisher da el nombre de “realismo capitalista”. Este realismo que se expresa mediante la afirmación tatcheriana de que “no hay alternativa” es responsable de que hoy nos resulte más fácil, según palabras de Žižek, “imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”, lo que nos ubica en una atemporalidad, un presente continuo en el que “se nos prohíbe el futuro, secuestrando la esperanza e instaurando la imposibilidad de concebir otro escenario cultural y sociopolítico”. Tal abolición de la temporalidad y de la percepción humana “del cambio” ha sido relacionada por otros autores, manifestando así el desespero de los asalariados sometidos a un ciclo sin fin de contratos precarios, o el de los “emprendedores” sojuzgados por la tenaza interminable de la competitividad y la deuda, con la lógica de los campos de concentración, una lógica de la que se han hecho cómplices la socialdemocracia y el neolaborismo.

Guiándose a través de películas, series de televisión y géneros musicales contemporáneos, el autor indaga en la dualidad típica del neoliberalismo entre disciplina y control, entre negatividad y el modo en que la ideología capitalista incorpora plácidamente en su interior al anticapitalismo, y desemboca, al hilo de su propia experiencia como profesor en un instituto, en la problemática relación existente en la actualidad entre educación y salud mental, punto de tensión que muestra los usos de una burocracia en la que el profesorado mismo debe ser parte del régimen de vigilancia que la mercantilización del sistema educativo promueve. La atemporalidad a la que están sometidos los seres humanos en su condición de consumidores y usuarios constituye una inercia de la que está excluida lo nuevo, suscitando así una angustia que deriva en una oscilación bipolar: de la esperanza en un “mesianismo débil”, de que existe algo nuevo por venir, a su caída, y por tanto a la convicción de que no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más. Culturalmente, esto alimenta la nostalgia y el revival, pero en la medida en que la tradición sólo es tal si aparece contrapuesta a lo nuevo la consecuencia es que el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado: “La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica”. Y Fisher concluye: “Una cultura que sólo se preserva no es cultura en absoluto”.

Mediante el modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte del realismo capitalista se ha colonizado la vida onírica y se ha operado una precorporación de aquellos rasgos subversivos, contestatarios, alternativos o simplemente independientes que llevaban aunque fuera en germen la posibilidad de “otra cosa”. Subsumida ésta por el neoliberalismo, se ha desatado una “plaga de la enfermedad mental que sugiere que el capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el coste que pagamos para que parezca funcionar bien es en efecto alto”. Resulta de ello una “hedonia depresiva” que Fisher describe así: “Usualmente la depresión se caracteriza por la anhedonia, mientras que el cuadro al que me refiero no se constituye tanto por la incapacidad para sentir placer como por la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer”. Existe un protocolo del entretenimiento que corre parejo al consumo perpetuo y que establece una relación indisoluble entre el sujeto y sus artilugios electrónicos y otros insumos, incluso cuando estos se apagan. La destrucción de la cadena significante que se deriva de ello define al esquizofrénico lacaniano, el cual queda reducido a la experiencia del puro significante material, a una serie de presentes puros en el tiempo sin relación entre sí. Ese vacío existencial es el que determina al sujeto del realismo capitalista.

La revolución neoliberal entra vertiginosamente en conflicto con todo lo humano, incluyendo al pensamiento conservador, aquella “cosmología racional” que pretendía ordenar la relación entre tiempo y espacio y que proclamaba la represión del deseo, la autoridad de la Iglesia, el sacrificio personal y la fidelidad entre padres e hijos, “toda una trama social que el capitalismo, una vez desencadenado, resulta capaz de destruir”, según explica nuestro autor citando a la ensayista Wendy Brown.

En esta época en que los líderes de lo que se autodenomina izquierda se inventan un pasado burgués, Mark Fisher afirma que “la larga y negra noche del fin de la historia debe considerarse una oportunidad inmejorable”, y que “partiendo de una situación en la que nada puede cambiar, todo resulta posible una vez más”. Por su parte, escribe Jorge Alemán que la lógica por una apuesta emancipatoria frente al neoliberalismo constituye un desafío a tres bandas: “En primer lugar, organizarse colectivamente sin sofocar la dimensión singular de la experiencia de cada uno; en segundo, vehiculizar a partir de la experiencia de lo político una transformación del sujeto en relación con lo real del sexo, la muerte y el lenguaje; y, en tercero, una tarea que corresponde a las nuevas experiencias populares de soberanía, las cuales deben aspirar a una nueva Internacional transversal al mundo de las corporaciones neoliberales y sus instituciones sometidas al capital”. Desafíos todos que hoy revisten carácter de urgencia y de cuyo cumplimiento depende el desafío mayor de la invención del futuro.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 225

IMRE KERTÉSZ: CONTRA LA LUCIDEZ Y OTRAS TRIVIALIDADES

El escritor se pierde en las palabras, que no son suyas, y lo que de verdad le pertenece es el silencio. Imre Kertész, autor nacido en Hungría aunque adoptado por Alemania, guardó silencio el pasado marzo, después de hacer frente a la enfermedad de Parkinson y a recurrentes estados depresivos durante algunos años. De sus menguantes apariciones públicas en ese tiempo nos quedan una entrevista para Die Welt en la que el autor se despachó a gusto contra su país natal y otra, nunca publicada, para el New York Times en la que se desdijo de todo lo escrito y dicho anteriormente acerca de Hungría. Sus últimos libros publicados fueron Dossier K (2006), una especie de entrevista en la que se interrogó a sí mismo; el volumen Cartas a Eva Haldimann (2009), que reunía su correspondencia de más de veinte años con dicha ensayista y traductora; y La última posada (2014), que ha aparecido este año en castellano y ha sido publicado, al igual que los anteriores, por Acantilado.

Nacido en Budapest en 1929, Kertész pertenecía a una acomodada familia judía, y tras la separación de sus padres fue a parar primero a un internado y más tarde a una “escuela especial” donde cursó sus estudios de secundaria. En aquellos tiempos tras la caída del imperio en que la judeidad no era una elección propia la misma le vino impuesta a Kertész, como a otros muchos, desde fuera. La infame estrella amarilla no era todavía físicamente visible en las ropas de los judíos, pero existía ideal o imaginariamente en las conciencias de quienes los rodeaban. Así, a la edad de catorce años Kertész fue deportado junto a otros judíos húngaros al campo de concentración de Auschwitz, y luego al de Buchenwald. El ser un adolescente un poco más desarrollado que otros le evitó la muerte inmediata, y registrado como “Kertész Imre, 16 años, trabajador”, se las ingenió para sobrevivir a duras penas hasta la liberación del campo por el ejército soviético en 1945.

Kertész regresó a Budapest, donde concluyó sus estudios secundarios en 1948, y se inició como traductor y periodista en la plantilla de la revista Világosság, que abandonó unos años más tarde. Ajeno al régimen impuesto en Hungría en la postguerra y a la correspondiente Asociación de Escritores, nuestro autor se ganó la vida como outsider dedicado a la traducción del alemán, y no fue hasta 1960 cuando se puso a redactar una novela que recogería su memoria y sus experiencias de los campos de concentración. Concluyó el libro en 1973, y fue publicado dos años después con el título de Sorstalanság (Sin destino). En principio, la novela fue mal acogida, y ello porque en la Hungría autodefinida entonces como socialista eran muchos los que tenían razones para no querer acordarse de lo sucedido. Fue el éxito internacional de Sin destino el que hizo posible que la obra empezara a ser apreciada en el país natal de su autor, donde llegó a ser incorporada por algún tiempo a los planes de estudio. Iba a convertirse en el libro más conocido de Kertész, y en 2005 fue adaptado al cine bajo la dirección de Lajos Koltai y con guión del propio autor. Éste, entretanto, había recibido el Premio Nobel.

Aunque suele olvidarse, Sin destino no es la única novela de Kertész, y a ella, formando una trilogía, sucedieron Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990). El resto de su producción incluye títulos como Diario de la galera, La lengua exiliada y Liquidación. Pocos de ellos son novelas, y la mayoría pertenecen a un género que combina el ensayo con el diario. Un carácter apenas diferente es el que posee La última posada, texto compuesto en cinco partes en el que se alternan un diario escrito entre 2002 y 2007 y las páginas que pudo completar de una novela, cuyo título debía ser el del libro que comentamos y que quedó inacabada a su muerte. El recorrido del diario contenido en este libro incluye algunos episodios importantes en la vida de nuestro autor, entre ellos la redacción de su novela Liquidación, la recepción del Nobel y el estreno del film citado más arriba. Sin embargo, el mayor número de páginas del mismo está dedicado a diversas consideraciones acerca del oficio de escritor, a consignar el deterioro físico propio de su edad avanzada y a comentar el estado de cosas en Europa y el mundo en estos turbios inicios de siglo y de milenio.

A diferencia de lo que con razón o sin ella se espera de una novela, es decir, que el carácter y las andanzas del protagonista faciliten al lector la tarea de identificarse con él, como sucede por ejemplo en Sin destino con su joven protagonista György Köves, por su propia naturaleza el diario nos remite a un yo pensante que no tiene por qué desbordar simpatía y ni siquiera coherencia. El Kertész de estos diarios es a veces, en efecto, un personaje atrabiliario y desconcertante, rasgos cuya naturaleza se desprenden acaso de sus muchas fobias personales y de la abusiva convicción que al parecer poseía (o le poseía) en estos años de ser el último representante vivo del judaísmo europeo. Se suma a ello la penosa relación que mantuvo con su patria y que había llegado al máximo extremo de intolerancia mutua en la época en que se escribía este diario, así como la difusa percepción de un nuevo hundimiento europeo, acompañado del antisemitismo habitual y que puede que no sea sino la continuación de un hundimiento previo, y, en general, la intuición de los males de nuestro tiempo, con el resultado de que “lo que hoy en día presentan como democracia poco tiene que ver con la res publica; más bien lo llamaría democracia del libre mercado. ¿No nos aguarda un fascismo discreto, con abundante parafernalia biológica, supresión total de las libertades y relativo bienestar económico?” A lo que nuestro autor añade: “Auschwitz es la expresión más fiel de la modernidad”.

No sin motivo, la nómina de títulos propuesta más arriba sugiere que, más que un fabulador, Kertész fue un incansable observador de sí mismo que no tuvo recato en llenar sus libros de opiniones propias sobre temas variados, a menudo de una manera tan apasionada como contradictoria. En último extremo, puede que su tema favorito no fuese otro que el de la muerte de la novela, óbito éste del que dejó constancia aquí y allá y que acompañó permanentemente sus cuitas de escritor no muy convencido de sus habilidades, novelista que durante largos períodos no cultivó la novela y que compensó su inseguridad creativa con reflexiones fragmentarias y, como él mismo decía, con trivialidades. De todo ello es buena muestra este libro en el que asistimos al espectáculo dramático de un autor de prestigio, reconocido con el Premio Nobel, que hacia el final de su vida se descubre a sí mismo “sin estilo”, y que al abordar el asunto de la que debería haber sido su última novela, de la que se dan aquí dos fragmentos, optó en el primero por el presente de indicativo y una frase corta y discontinua, y, en el segundo, por todo lo contrario, un pasado imperfecto que se desenvuelve en extensas frases repetitivas, musicales, neuróticas, de un modo que recuerda (demasiado) la escritura de otro autor centroeuropeo al que el estilo precisamente no le faltaba: Thomas Bernhard. La ruina, pues, de la novela, considerada aquí con plena consciencia, corre pareja a la ruina física y creativa de un autor, Kertész, que ya no se reconoce a sí mismo, ni dentro de sí ni en el mundo.

Y por ello escribe: “He entendido que esto se ha acabado. Final. No tengo fuerzas, no tengo ganas. ¿Adónde se ha ido todo, adónde?” Ese adónde que escribe Kertész es el limbo de las novelas no escritas, sin duda alguna las mejores, aquéllas a las que escuetamente les faltó un impulso, un grado más de fe en uno mismo o uno menos de depresión y de desesperanza hacia el mundo, faltas todas ellas que las convirtieron en innecesarias y fastidiosas, además de en causa del fustigamiento al que voluntariamente debe someterse el novelista que no las escribió. Además, el tiempo se le va a uno, sobre todo si es un Nobel, en estúpidas charlas, entrevistas y homenajes. He aquí la cuestión que es a la vez ética y vital que planea sobre el libro de Kertész, un libro (otro) que es una no-novela y por tanto un fracaso.

El enajenamiento de un novelista que no escribe y que termina por ver como inoportunos los recursos propios de su oficio es producto también del lugar literario que Kertész ocupaba en el imaginario simbólico europeo: el de un judío que no formaba parte de la literatura de su país pero que en cambio sólo podría escribir en la lengua de éste, en abierto conflicto con esa tradición que va desde Kafka hasta Celan y cuya única lengua posible era la alemana. “Mi desgracia es que escribo en húngaro”, anota Kertész en una de las entradas de su diario, de lo que si algo le consuela es que sus libros se traducen al alemán. Es ahí, en la traducción, donde el autor se encuentra con su yo, aunque sea un yo empobrecido en tanto que no es más que una traducción. Este exilio de la lengua supone un constante cuestionamiento de las facultades para la escritura, pero también de la posición vital del autor en el mundo, el cual es vislumbrado necesariamente como hostil. Honestamente, con la sinceridad íntima que permite un diario, Kertész se pregunta: “¿Para qué sirve este cuaderno de bitácora? ¿No lo he abierto para apuntar los últimos fondeaderos, para apuntar las últimas copas en las últimas paradas, para girar el timón rumbo al último puerto?” Pero no hay puerto al que llegar; la vida se consume antes, y todo lo que queda es la crónica del camino hecho.

Sólo fugazmente Kertész se salva de su desgarro, cosa que ocurre no por medio de la literatura, sino de la música. Nuestro autor mantuvo una larga amistad con el compositor György Ligeti y con el pianista András Schiff, húngaros como él pero que, a diferencia de él, tuvieron la suerte de expresarse en un lenguaje universal. Y sin embargo incluso aquí, en medio de esta fugacidad salvadora, aparece una escena de “irreconciliable contradicción” en la que otro pianista, Pierre-Laurent Aimard, es incapaz de interpretar la música a satisfacción del compositor, no por defecto de aquél, sino sin duda, como apunta nuestro autor, porque el creador de la música, como también le habría sucedido si lo hubiera sido del mundo, ya no se reconoce en su obra ni se siente capaz de entenderla. Tal es la alienación de la que no escapa el creador, quien en su intento de hacerse real a sí mismo a su imagen y semejanza no logra sino “quimeras de una creación chapucera”. Y es que el creador nunca llega verdaderamente a puerto, lo que no le exime de su obligación de “participar en este trabajo que no cesa”.

De un camino hecho a tientas, en su mayor parte fallido, es testimonio fiel La última posada, postrero libro de Kertész y acaso también de una época, lo que le otorga todas las virtudes, pero también los defectos, de una escatología que tras el ruido y la furia del apocalipsis se disolviera en el silencio. De las pocas certezas que éste nos deja Kertész anota la que mejor puede servir para comprenderle a él y a su obra, que “si en el curso de nuestra vida conseguimos crear algo de un orden superior, hemos de saber que se ha hecho realidad en circunstancias inconcebibles y a pesar de la resistencia permanente del mundo”.

martes, 25 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 224

SAKI: UN MONO FISGÓN O LA COPA DE LA VIDA

El novelista Will Self, conocido además de por su obra literaria por sus colaboraciones en The Guardian y en Radio 4 de la BBC, a quien un psicólogo describió una vez como “esquizoide” y víctima de un “trastorno límite de la personalidad”, se considera a sí mismo un moderno flâneur aficionado a los largos paseos por Londres y sus alrededores. Ha contado que en una ocasión llegó andando hasta el aeropuerto de Heathrow, y en otra, recorriendo con su hijo los bonitos parajes de Yorkshire, fue detenido bajo sospecha de pedofilia, después de que la policía fuera avisada por un guardia de seguridad de que había sido visto en compañía de un menor. En sus caminatas por Londres, Self y unos amigos encontraron una vez una placa azul del Patrimonio Inglés en la que se leía que Hector Hugh Munro, alias “Saki”, cuentista, había vivido allí. La placa se hallaba detrás de unos andamios en Mortimer Street, y él y sus acompañantes tuvieron que arrastrarse por la acera para localizarla. Más tarde, en una taberna cercana, decidieron tomarse unas copas a la memoria del cuentista, lo que dio pie a que uno de sus acompañantes, biógrafo americano de Saki, mostrara algunos de los descubrimientos que había hecho acerca de su vida en los años que llevaba dedicado a estudiarla. Uno de ellos se refería a un baúl que se encontraba en el ático de una casa carcomida en Irlanda del Norte en la que vivían dos viejas solteronas, al parecer las últimas parientes del escritor. El baúl contenía algunos papeles de Saki, entre ellos un “libro de contabilidad” en el que su propietario había registrado la cuenta de todos los jóvenes con los que había tenido encuentros sexuales en la ciudad y sus alrededores, junto a un detallado registro de las “estadísticas vitales” de su pene. Por cierto que a su manera Saki fue un donjuán de éxito, y en su cuaderno abundan los períodos con una anotación cada dos días. A Will Self le pareció que la revelación era una manera más que digna de celebrar la memoria de este hombre poco ortodoxo de la Inglaterra eduardiana, autor de relatos y narraciones que murió, según se dice por culpa de un fumador imprudente, hace ahora cien años.

En un mundo libre en el que un padre no puede pasear con su hijo sin ser detenido seguramente la psicología, por no hablar de la policía y los guardias de seguridad, también habrían encontrado algún defecto en la personalidad de Saki. Nació en Akyab, Birmania, hijo de un funcionario del Imperio Británico. En 1872 su madre, que estaba embarazada, se encontraba de viaje en Inglaterra, donde fue corneada por una vaca que la hizo abortar y le ocasionó lesiones que poco después causaron su muerte. No era la primera vez que un animal se cruzaba mortalmente en la vida de uno de los familiares de nuestro autor. Tiempo atrás, en una cacería, un tigre había acabado con la vida de uno de sus antepasados, y al acto en el que se verificó esta inesperada inversión de papeles le dedicó Saki un pasaje de su autobiografía. En él se informa de una representación festiva instaurada por el sultán Tipu, gobernante del reino de Mysore, consistente en que un tigre mecánico de tamaño natural ataca y devora a un soldado británico, en lo que no es sino una conmemoración de aquel acontecimiento familiar. Después de pasar una parte de su infancia en la metrópoli, en el hogar puritano de su abuela, el joven Saki se trasladó de nuevo a Birmania, donde fue policía colonial (como Orwell unos años más tarde), y tras contraer la malaria regresó a Gran Bretaña. Al estallar la Gran Guerra se alistó y fue destinado a un batallón de fusileros reales. En la noche del 14 de noviembre de 1916 se hallaba refugiado en el cráter de un obús en Beaumont-Hamel, en el Somme, donde fue alcanzado por la bala de un francotirador alemán. Según parece, sus últimas palabras fueron las que dirigió a uno de sus camaradas: “¡Apaga ese maldito cigarrillo!”

De este modo, la guerra y el tabaco privaron a las letras inglesas de uno de los mayores autores de la época, el cual fue también uno de los más fervientes y eficaces críticos de la sociedad británica. La singularidad de Saki, en comparación con otros eminentes satíricos, reside en el carácter amable y elegante de su prosa, la cual, mediante lo que parece ser la descripción desenvuelta, a veces humorística, de la vida en las altas esferas, en realidad nos cuenta otra cosa, referida al cinismo y la banalidad de las élites y de sus convenciones sociales.

Aunque había iniciado su carrera como periodista en la Westminster Gazette, Saki no tardó en darse a conocer como autor de relatos que se publicaron en los periódicos ingleses. En 1900 publicó un libro con su verdadero nombre, The Rise of the Russian Empire, y dos años más tarde, ya bajo pseudónimo, otro titulado The Westminster Alice, una colección de viñetas redactadas en forma de parodia en las que Alice, el personaje de Lewis Carroll, intenta inútilmente dar un sentido a la actividad parlamentaria y a los debates políticos de la época. En la década siguiente trabajó como corresponsal del Morning Post en los Balcanes y Rusia, y por último en París. Más tarde, en 1912, publicaría la novela The unbearable Bassington, y al año siguiente la fantasía When William came, que narra una imaginaria invasión alemana y el sometimiento de las Islas Británicas al imperio de los Hohenzollern.

Si bien es cierto que Saki fue ante todo autor de relatos, a los que dio un toque personal de fina ironía y de crítica de la cultura de su país, puede que sea su novela corta El insoportable Bassington, que en España publicó hace unos años la editorial Valdemar, la obra que mejor encarna de las suyas esa atmósfera entre refinada y cruel en la que alientan sus personajes. Ambientada en la alta sociedad londinense, la novela cuenta la historia del individuo al que se refiere su título pero también la de su madre, Francesca, viuda que ha llevado una vida desahogada e insustancial dedicada a los entretenimientos propios de su clase. Tras su viudez, a Francesca le ha quedado una exigua fortuna, además de una pequeña colección de objetos que ha ido acumulando por medio de viajes y devaneos. El principal de ellos es un Van der Meulen, cuadro que preside su salón, que según parece es uno de los más notables que pintó este artista flamenco y que, no por casualidad, representa una batalla. La pequeña renta que ha dejado a Francesca su difunto marido debería servirle para pasar con algo más que decoro el resto de su vida, si no fuera por dos detalles que la sumen en la mayor preocupación: la primera, que la casa en la que vive no es suya, sabiendo de antemano que deberá abandonarla cuando cierta heredera se case; y la segunda, su hijo.

El joven Comus Bassington, en efecto, es una criatura tan bella y encantadora como inútil para todos los aspectos prácticos de la vida. Es de hecho un genuino producto de esa misma sociedad ociosa, y un arquetipo que transita por no pocos relatos del autor. Comus resulta decorativo y hasta brillante en un salón, en una charla animada, en un baile, en un estreno teatral, en una excursión campestre, pero más allá de eso no es posible vislumbrar en él ninguna otra habilidad, en particular ninguna que le permita ganarse la vida. La salvación de Francesca, y de paso la de su hijo, pasa necesariamente por una boda, la cual debería ser con una rica heredera, precisamente aquélla que está llamada a habitar la casa en la que guarda sus tesoros Francesca, además de a sí misma. Por desgracia, iniciado el cortejo, no tarda la joven en percatarse del carácter de Comus, cuyo rasgo principal es el egoísmo, de lo que resultará que la elección de novio no recaerá sobre él, sino sobre un amigo suyo, prometedor miembro de la Cámara de los Comunes. Fracasado en su empeño, el improductivo Comus es enviado a una provincia colonial en África, donde contraerá unas fiebres que le causarán la muerte. La noticia de ésta la recibe su madre el mismo día que conoce que su famoso van der Meulen, responsable del plan de boda y por tanto del destierro de su hijo, es falso. El consiguiente dolor materno suscita un reproche dirigido a sí misma y a la sociedad que habita, una sociedad cuyas buenas maneras apenas pueden ocultar el hecho de que en su seno se libra una batalla, una batalla ciertamente a muerte en la que los afectos humanos han sido arteramente sustituidos por intereses, y en la cual las personas, incluyendo a los hijos, no son más que soldados.

La “posición”, el logro de la misma y su ulterior mantenimiento, es la obsesión y el único motivo de la existencia de estos personajes a los que tarde o temprano Saki hace caer de su pedestal, poniéndoles en situación de considerar el juicio que hasta ese momento dramático, humorístico en no pocos casos, han tenido de ellos mismos, de la vida y el mundo. De ello encontramos suficientes ejemplos en las diversas colecciones de relatos de Saki, de las que una parte considerable se ha publicado en castellano con los títulos de Alpiste para codornices, Los fabuladores y Animales y más que animales. Entre ellos destacan los que narra el personaje de Clovis, figura decadente y escéptica de la que el autor se sirvió en abundancia para fustigar la sociedad de su tiempo, y un cuento en especial, el titulado La ventana abierta, en el que una joven aterroriza a un invitado de su tía con una historia de fantasmas y que concluye con la frase, que se ha hecho proverbial, de “la fantasía improvisada era su especialidad”. Una fantasía que, como el ingenio, nunca le faltó a Saki, autor que ha dejado su huella en las letras británicas en autores como Tom Sharpe y el ya citado Will Self.

Acerca del pseudónimo de nuestro autor no han faltado las controversias, habiendo encontrado los eruditos dos posibles fuentes del mismo: el saki es un mono tímido y fisgón que vive en la selvas de América del Sur, y Saki es también el nombre del portador de la copa de la vida en el célebre Rubaiyat, colección de poemas en persa de Omar Jayam. De ambas maneras, en cualquier caso, es posible caracterizar a este hombre que observó con atención la época desde su propio ocultamiento, pues, como ha hecho notar Will Self a propósito de su homosexualidad, ésta era todavía delito, de lo que fue prueba el juicio contra Oscar Wilde, cuando nuestro autor alcanzó la mayoría de edad; y es su obra un compendio de vida contemporánea servida aquí por él como mero intermediario, tan esperpéntica y tragicómica como real.

martes, 18 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 223

BERYL BAINBRIDGE: LOS AMORES Y LAS LETRAS

El de la biografía, género de éxito en los países anglosajones, tiene como es sabido una arraigada tradición sobre todo en el Reino Unido, país en el que no es raro que alguna de ellas, en competencia con los libros de autoayuda y con los de actualidad política, ocupe uno de los primeros lugares en las listas de ventas. Por muy extraño que pueda parecer entre nosotros, algunas de esas biografías de éxito lo son de escritores, y prueba de ello es Beryl Bainbridge. Love by all sorts of means, libro del que es autor Brendan King y que ha publicado la editorial Bloomsbury el pasado septiembre. King también es escritor y traductor, y fue asistente de la ahora biografiada desde 1987 hasta su muerte en 2010. A él se deben las páginas finales de La chica del vestido de topos, última novela de Bainbridge que quedó inacabada y que se publicó póstumamente en 2011.

De esta escritora poco conocida en el Continente, autora de más de una veintena de novelas y de tres libros de relatos, se había rumoreado mucho en Inglaterra, suficiente como para espantar a sus posibles biógrafos, los cuales, a propósito de ella, debían enfrentarse a algún que otro episodio más bien tortuoso. Esta mujer que según se cree unánimemente no era muy aficionada a la verdad tuvo una vida que fue toda ella una peripecia al estilo de las que proliferan en sus novelas. Eso mismo, a causa del muy refinado gusto inglés por el escándalo, hacía añorar el libro que relatara su azarosa existencia, del cual sólo podía ser autor quien la acompañó durante más de veinte años y, en sus funciones de asistente, según cuenta el propio King, salía disparado al recibir de ella alguna incoherente llamada telefónica, a fin de acudir precipitadamente a su casa, en la Albert Street londinense, para ver qué pasaba. Si hay dudas razonables sobre el rigor del libro, en parte porque como señalan sus críticos el autor ha dado por buenos algunos documentos escritos por ella misma, lo que, en el acto, los convierte en poco fiables; o porque sus páginas se concentran en el desorden de la vida de la biografiada en detrimento de su escritura; o porque debió existir algún término medio entre las múltiples inseguridades de esta mujer y el don natural que se le atribuye para la dominación y la manipulación de quienes la rodeaban, no las hay en cambio acerca de la personalidad fascinante de esta autora que pocos años antes de su muerte, y tras haberse convertido en Dama del Imperio Británico, se proclamó a sí misma como “tesoro nacional”.

Nacida en Liverpool en 1932 (y no dos años después, como ella afirmaba), Beryl Bainbridge se crió en Formby, ciudad costera de famosas playas con dunas de arena en el Mar de Irlanda. A los diez años ya llevaba un diario, y a los once, después de asistir a clases de dicción, apareció en un popular programa de radio llamado La hora de los niños. Venida al mundo poco después de que su padre se arruinase, empezó a recibir, pese a todo, lo que se esperaba que fuese una esmerada educación en una escuela privada, con poco éxito, pues no tardó en ser expulsada tras encontrar un maestro en su uniforme de gimnasia un poema de asunto sexual. “Comprendí entonces que las historias verdes debía aprendérmelas de memoria”, explicó ella años más tarde. La adolescente Beryl, que ya entonces daba muestras de poseer una “ortografía atroz” que la acompañaría toda la vida, dirigió sus pasos hacia la interpretación, y cuando contaba doce años el Liverpool Echo la presentó como “una notable debutante en las filas del arte dramático”. A los quince, de mala gana, ingresó en un internado de señoritas dedicado a formar artistas profesionales, y a los dieciséis se presentó en un teatro de su ciudad natal, el Liverpool Playhouse. Responsable de esta incipiente carrera teatral fue su madre, quien había puesto en Beryl grandes esperanzas, y ello a pesar de sus “paparruchas comunistas”, según calificó sus ideas políticas un amigo de la familia. “Toda tu carrera podría arruinarse por culpa de tus creencias”, le dijo una vez su madre, “así que por favor sé sensata”. Pero la sensatez no figuraba entre las virtudes de su hija.

No era este el único motivo de preocupación de los padres de Beryl, quien precozmente manifestó una intensa vida amorosa. Su primer novio fue un prisionero de guerra bávaro llamado Harry, y como bien dice el autor de la biografía si en aquellos tiempos no era conveniente ser comunista, menos aún lo era relacionarse con un prisionero alemán. Con su novio, Beryl se iba a las dunas de arena de Formby, y más tarde, cuando él fue repatriado, mantuvieron una correspondencia que duró hasta 1953, cuando a Harry se le denegó el permiso para regresar a Inglaterra.

Contando Beryl diecinueve años, se encaprichó de un hombre “de bien modulada voz y pequeñas manos blancas” que conoció en una sala de cine, el cual, de vuelta a su apartamento, la violó. El episodio dejaría en ella efectos duraderos, en especial, según escribió, el de que “me despreciaba a mí misma”, lo que al parecer marcaría el futuro de sus relaciones con los hombres. Los años sucesivos los dedicó Beryl al alcohol y al sexo casual. Se casaría con el pintor y fotógrafo Austin Davies, del que tuvo dos hijos, y tras divorciarse tuvo un tercero con el guionista Alan de Sharp. Fue amante del escritor Michael Holroyd y más tarde del que sería su editor, Colin Haycraft, quien iba a hacer de ella su autora estrella y alquiló para sus encuentros ocasionales, a cierta distancia de su mujer Anna (la novelista Alice Thomas Ellis), un apartamento cerca de su casa, en Candem Town. Beryl y Anna se convertirían en íntimas amigas; para entonces a la primera se la consideraba ya “la mujer más amada de Londres”.

Si al referirse a la región natal de Bainbridge, el Merseyside, el biógrafo examina a la clase media productora de hijas noveleras, revoltosas y anhelantes de aventuras que nunca tienen lugar, habitantes en este caso de una ciudad muy concurrida y de una clase culturalmente ambiciosa aunque venida a menos, la parte del libro dedicada a Londres aparece dominada por la bohemia de hábitos poco convencionales que ya daba sus frutos en los “angry young men” de los años cincuenta y que se marchitaría en la década siguiente. En ese cambio de década, en 1961, Beryl logra el mayor éxito de su carrera dramática, al aparecer en un episodio de la telenovela Coronation Street, interpretando el papel de una activista antinuclear. Pero este breve momento de gloria iba a ser también el canto del cisne de la actriz Beryl Bainbridge, quien para esas fechas ya había comenzado a escribir.

Hay dos períodos en la amplia producción literaria de Bainbridge: uno en el que se nutrió de su propia experiencia y que contiene por tanto una notable carga autobiográfica; y otro, posterior, dedicado a la novela histórica. Aunque las obras que se enmarcan en ambos períodos fueron en general bien acogidas por la crítica, sólo las últimas lo fueron por el público, razón por la cual sus primeros años de escritura lo fueron igualmente de penuria económica. Obras de este último período son Every man for himself, que se publicó en 1996 y que trata del hundimiento del Titanic; Master Georgie, novela ambientada en la Guerra de Crimea que apareció en 1998; y According to Queeney, de 2001, última de las suyas que llegó a completar y que ha sido traducida al español con el título de El doctor Johnson y la señorita Thrale (Ático de los Libros, 2013). Su argumento gira alrededor de los últimos años de la vida del intelectual ilustrado Samuel Johnson, figuradamente descritos aquí por Queeney, hija de la confidente de aquél Hester Thrale.

Más interesantes literariamente, aunque sólo sea por su atrevimiento, son las novelas de la primera época de nuestra autora, la cual se inicia con Lo que dijo Harriet, que publicó en España la editorial Impedimenta el año pasado. Escrita a finales de los sesenta, nadie se atrevió a publicarla, y a sus protagonistas aludió uno de los editores que la rechazó como “dos jovencitas increíblemente repulsivas”. Tuvo que ser la mencionada Anna Haycraft, esposa del editor y futuro amante de la novelista, la que se maravilló al descubrir el manuscrito en su casa y convenció a su marido para que lo publicase.

Tarea delicada para el crítico es referirse a esta novela perturbadora y profundamente erótica sin entrar en conflicto con el código penal, ya que está protagonizada por dos chicas de trece y catorce años. Aunque el carácter y no poco de la conducta de sus heroínas están tomados de la propia experiencia juvenil de la autora, el argumento, que atañe al desenlace trágico del libro, se inspira vagamente en un crimen real ocurrido en Nueva Zelanda en 1954, el cual ha dado lugar a un par de películas para el cine y alguna más para la televisión, entre ellas la titulada Criaturas celestiales que dirigió Peter Jackson. La narración transcurre durante unas vacaciones de verano en Formby, territorio de una insulsa clase media en el que imperan los cotilleos y el aburrimiento. El libro es de esos que dicen lo que tienen que decir, ni más ni menos, y que aciertan en la manera de decirlo. Escrito en un único y salvaje aliento, sólo falta añadir que es una obra maestra. Y aquí tenemos a las dos íntimas amigas que viven completamente aisladas de la gente de su edad y cuyo único círculo social es el de los adultos. Una, desenvuelta y dominadora, guía los pasos de la otra, como es natural, hacia las dunas de arena, donde se han citado con unos prisioneros de guerra que esta vez no son alemanes, sino italianos. Estas muchachas descaradas (descarriadas, dirán algunos) se encuentran en plena efervescencia sexual, “demasiado vivas”, afirma una de ellas, de lo que dejan constancia en un diario que llevan en común y también, para desgracia suya, en la vida del señor Biggs, “el Zar”, hombre derrotado e infeliz. Más allá de lo que expresan y hacen estas chicas, el libro constituye una demoledora crítica de esa gigantesca y malsana anomalía antropológica que llamamos “sociedad occidental”.

De 1974, The bottle factory outing, traducida al español con el título de La excursión (Ático de los Libros, 2011), también está protagonizada por dos chicas, que aquí son ya adultas y trabajan en una fábrica embotelladora. De manera exótica, la fábrica es propiedad de un italiano y en ella, a excepción de las dos heroínas, todos los empleados son de esa nacionalidad. Una de las protagonistas, también desenvuelta y dominadora, planea una excursión al campo en la que tratará de seducir al elegante sobrino del dueño de la fábrica, mientras que la otra intentará salir airosa de las asechanzas de otro fogoso italiano. El resultado será un desastre, y culminará con un cadáver enviado a Santander en el interior de un barril de vino.

En Injury time, novela de 1977 que ha sido traducida como La cena de los infieles (Ático de los Libros, 2010), el endiablado humor negro de Bainbridge vuelve a hacer de las suyas, esta vez a cuenta de un individuo pusilánime, contable y aficionado a la jardinería, que junto a su amante organiza una cena de consecuencias catastróficas. La historia es comedia de costumbres y crítica social, y remite a una de las constantes de la obra de nuestra autora ya manifestada en su inicial Lo que dijo Harriet: “¿Cuándo dejamos de ser inocentes?”, pregunta fastidiosa que se formula aparejada a la certeza de que “lo mejor de la vida ya ha pasado”.

No estaría de más que la biografía ahora publicada de Beryl Bainbridge, con independencia de los ya conocidos excesos y desbarajustes de su vida, sirviera hoy para volver a la lectura de ese tesoro literario que es su obra, una obra original que, bajo su forma desenfadada, nos ofrece con maestría una visión dura y compleja de nuestra sociedad y de nosotros mismos.

martes, 11 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 222

MASUJI IBUSE Y LOS CINCUENTA AÑOS DE LLUVIA NEGRA

El viaje que Barack Obama hizo a Hiroshima el pasado mes de mayo fue el primero de un presidente estadounidense a una de las ciudades sobre las que se lanzó la bomba atómica. Según explicó entonces el asesor de la presidencia Ben Rhodes el objeto del mismo no era ni pedir perdón ni cuestionar el uso que Estados Unidos hizo al final de la Segunda Guerra Mundial del armamento atómico, sino más bien “ofrecer una visión centrada en nuestro futuro compartido y reconocer el tremendo y devastador coste humano de la guerra”. Según los entendidos, la visita a Hiroshima fue una muestra de la conocida costumbre de los presidentes norteamericanos, al final de su mandato, de dejar para la posteridad algún que otro gesto benévolo en la política internacional. En este caso, más prosaicamente, debía servir también para reforzar la alianza americano-japonesa frente al creciente poderío chino. Un viaje y un gesto, los del premio Nobel de la paz Obama, en virtud de los cuales un concreto acto de guerra sufrido por la población civil ha venido a convertirse tiempo después en ilustración abstracta y libre de culpa del “poder autodestructivo del ser humano”.

La bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y causó unos ciento sesenta mil muertos. Otras personas murieron después a causa de la radiación, y se estima que la cifra actual de supervivientes, todos ellos como mínimo octogenarios, es de ciento cincuenta mil. Estas víctimas de la radiación, a las que en Japón llaman hibakusha, han tenido que convivir durante décadas con las secuelas de la enfermedad, y en algunos casos las sufren todavía. Estas secuelas son variadas, y como ha podido documentarse suelen culminar en forma de cáncer y leucemia. Del calvario físico y moral por el que han pasado estos supervivientes se conocen hoy numerosos testimonios que en gran parte se deben a la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, de la que existen diversas secciones, una de ellas en Estados Unidos, donde residen alrededor de mil hibakusha que reciben una pensión del Estado y son sometidos a chequeos médicos cada dos años. A los efectos de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki está dedicado el Museo de la Paz que se inauguró en la primera de esas ciudades en 1955, el cual, pese a su atroz contenido, según afirmó hace poco el presidente de la asociación de afectados Sunao Tsuboi, “no puede compararse con las imágenes que todavía guardamos en la memoria”.

De la memoria, de la bomba, de la muerte que acarreó y de sus supervivientes tratan multitud de libros escritos por testigos que sobrevivieron y por cronistas que los entrevistaron. Uno de ellos es la novela de Masuji Ibuse Lluvia negra, que se publicó hace ahora cincuenta años. No fue el que dio inicio a esta saga, aunque sí es, tal vez, el más difundido. Antes de su publicación, las primeras noticias que se tuvieron en Occidente de los efectos de la bomba atómica las había proporcionado el periodista estadounidense John Hersey, quien recibió del editor de New Yorker William Shawn el encargo de visitar Hiroshima nueve meses después del bombardeo. Hersey permaneció en Japón unas semanas, y a su vuelta redactó un extenso artículo al que tituló Hiroshima y que se publicó en agosto de 1946. Otro periodista, el austríaco Robert Jungk, se trasladó a Hiroshima en 1957, y dos años más tarde publicó en Berna su novela Strahlen aus der Asche (Los rayos de las cenizas), primera contribución literaria dedicada a la descripción de los efectos de la bomba atómica escrita en Europa. En sus diversos textos sobre Hiroshima, Jungk detalló entre otras cosas la visión de futuro de los gobernantes japoneses, que a las dos semanas del bombardeo iniciaron la construcción de una red de prostíbulos a fin de atender las necesidades de los soldados americanos que se disponían a ocupar el país. Igualmente narró el modo en que los médicos de las autoridades de ocupación indagaron la naturaleza de las lesiones que presentaban los heridos y enfermos con fines de investigación, a la vez que se negaban a tratarlos. Jungk llegaría a ser un destacado activista antinuclear, y en 1992 se presentaría como candidato del Partido Verde a las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en su país.

Pero los testimonios más completos acerca del bombardeo de Hiroshima son los que suministraron dos escritores japoneses, los cuales figuran entre los más notables de la literatura nipona del siglo pasado: Kenzaburo Oé y el ya citado Masuji Ibuse. Ambos testimonios se publicaron entre 1965 y 1966. El de Oé, Cuadernos de Hiroshima, es un reportaje en el que el autor se aproxima a las víctimas de la bomba, los hibakusha ancianos y condenados a la soledad y las mujeres desfiguradas, pero sobre todo a los médicos que con escasos recursos trataban de combatir las consecuencias de la radiación. Los horrores a los que tuvo acceso Oé le sirvieron para formular una reflexión que trascendía a los propios acontecimientos de los que trataba el libro, reflexión que se refiere al heroísmo cotidiano, al rechazo a sucumbir a la tentación del suicidio y al asombro suscitado por la obstinada dignidad humana.

El de Ibuse se publicó originariamente por entregas en la revista Shincho en 1965, habiendo aparecido en forma de libro al año siguiente. Ibuse había nacido en el distrito de Kamo, en Hiroshima, y tras estudiar literatura francesa en la Universidad de Waseda en Tokio empezó a escribir relatos alegóricos protagonizados por animales y novelas históricas. Durante la guerra trabajó en el departamento de propaganda, y vivió el final de la misma y el bombardeo de Hiroshima en su pueblo natal. Tenía por entonces cuarenta y siete años. Para la redacción de Lluvia negra se sirvió de sus propias experiencias, de las de familiares y amigos y de otras que conoció en los años que siguieron a las explosiones atómicas y al final de la guerra.

El libro narra los acontecimientos que se sucedieron en diez días, entre el bombardeo y la rendición de Japón. Pero no los describe cronológicamente, pues los hechos aparecen como evocación en el marco de un presente narrativo varios años posterior. Responsable de esta evocación es Shigematsu Shizuma, superviviente de la explosión que vive con su esposa y su sobrina Yasuko en el pueblo de Kobatake. Yasuko, joven casadera que trabajó en la misma fábrica textil de la que era gerente su tío, es una enferma de la radiación, una de los miles de hibakusha que trataban de rehacer su vida tras la explosión de la bomba atómica. Ella ha recibido una propuesta de matrimonio, pero la familia del pretendiente alberga dudas acerca de su salud. Para asegurarse, la familia se sirve de un intermediario, el cual se presenta en el pueblo a fin de conocer el estado de la joven. Consciente de que los informes que pueden reunir los familiares del prometido no son muy favorables para el futuro de su sobrina, Shigematsu decide poner en limpio las anotaciones de su diario de los últimos días de la guerra, a fin de ponerlos a disposición de aquéllos. La memoria del bombardeo, pues, que ha estado durante años pudorosamente guardada en un baúl (como de hecho sucedió en todo Japón), sale a relucir tardíamente, con el objeto de que Yasuko se case.

Pronto, sin embargo, el ejercicio evocador de Shigematsu, lleno de heridas reales y figuradas que aún no se han cerrado, cobra sentido por sí mismo, y crece como actividad autónoma a la que se van sumando otros recuerdos, empezando por los de su esposa. Hábilmente el autor combina el presente narrativo con ese pasado que se recrea hasta componer un cuadro completo y coral en el que se acumulan los testimonios de la tragedia, desde el momento de la explosión hasta el hacinamiento de los heridos en hospitales improvisados a los que, tras un penoso éxodo, llegaron casi siempre para morir o para comprobar que el suyo era un mal desconocido que carecía de tratamiento. Entre un punto y otro de ese camino el lector deberá poner a prueba sus nervios y la fortaleza de su estómago, a fin de soportar la dureza de las imágenes que, implacablemente, se le presentan.

Los fugitivos de la bomba son seres fantasmales y desollados cuya piel se desprende a tiras, que exhiben sus vísceras y huesos y que en medio de la desorientación en la que se encuentran ven caer sobre ellos, desde lo alto del hongo radioactivo, la lluvia negra, lluvia que aún empeorará sus heridas y a las que todavía, días y semanas después, les aguardará un nuevo horror: el de las larvas. Los insectos se reproducen de manera insospechada, algunas plantas crecen monstruosamente a la vez que otras se extinguen, como los peces de ríos y estanques y las aves. Pese a todo, la metáfora que nos presenta Ibuse es exacta: a fin de que los jóvenes vuelvan a tener algo parecido a lo que se llama una vida normal es preciso recordar esto, recordarlo para evitar que se repita.

Pero el libro de Ibuse no es una mera descripción de miserias humanas. El protagonista, Shigematsu, nos informa aquí y allá, como de pasada, de las conflictivas relaciones que hacia el final de la guerra existían entre el ejército y la población civil, de la solidaridad entre vecinos y desconocidos y de la vida cotidiana. Del mismo modo el autor, a la manera de reliquias, deja en las páginas del libro signos de una memoria anterior, la de un Japón que también fue destruido por la bomba y que estaba habitado por dioses y duendes, fiestas agrícolas tradicionales y juegos infantiles.

En 2002 el Ayuntamiento de Hiroshima emprendió un proyecto con el fin de que los “sucesores”, los hijos y nietos de quienes sobrevivieron a la bomba, no la olviden. En la actualidad hay ya ciento cuarenta y dos “sucesores” que han contribuido al mantenimiento de esta memoria colectiva mediante fotografías, diarios y otros documentos de la época. “Devolvednos nuestra humanidad”, decía el poeta, enfermo de radiación, Sankichi Tōge, cuyo testimonio personal es parte de dicho proyecto. Otro superviviente escribió: “Todavía recuerdo el contacto de la mano de una mujer horriblemente desfigurada que agarró mi tobillo implorando agua”. Y otro dice: “Uno cualquiera de los supervivientes es el eco de las voces de los muertos”. A propósito de este proyecto el presidente de la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, Sunao Tsuboi, ha afirmado que “no se trata de reunir hechos, sino los sentimientos de las víctimas, el dolor que no se muestra, porque hay una parte de verdad indecible en lo que vivimos”. A tratar de expresar esa parte de verdad indecible se han puesto la literatura y el arte.

Así, en efecto, la saga de narraciones sobre la bomba atómica no se ha interrumpido. La novela de Ibuse dio lugar en 1989 a una adaptación cinematográfica dirigida por Shōhei Imamura que fue premiada en Cannes. Hace unos años se tradujo al castellano Diario de Hiroshima, del médico Michihiko Hachiya, quien prestaba servicio en el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima el día del bombardeo. Y el año pasado empezó a publicarse en España Pies descalzos, manga monumental de dos mil quinientas páginas en cuatro volúmenes que está considerado como una de las obras maestras del cómic y del que es autor Keiji Nakazawa. Igualmente, este verano el Museo dell’Ara Pacis de Roma ha exhibido una muestra de fotografías de Ken Domon, maestro del realismo que fue uno de los primeros fotógrafos que ilustró la vida de los habitantes de Hiroshima tras la explosión atómica. De su obra afirmó el mencionado Oé que era “la primera del arte moderno que afronta el tema de la bomba atómica hablando de los vivos, y no de los muertos”.

A unos y a otros se refirió nuestro Masuji Ibuse, quien, citando palabras del budista Sermón de la Mortalidad, anotó en Lluvia negra: “Así se plegaran las rosáceas mejillas de la mañana al manto de la calavera nocturna. Un cambio de viento en un suspiro habrá cerrado los brillantes ojos”.

martes, 4 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 221

ASTRONAUTAS, DE STANISŁAW LEM

A inicios de nuestro siglo XXI, décadas después de la caída del capitalismo, el descubrimiento en Siberia de un mensaje llegado de las estrellas pone en conocimiento de los científicos el proyecto ideado en alguna parte de nuestro sistema solar de la destrucción de la Tierra. A fin de obtener más información sobre los seres que han concebido semejante propósito se emprende una expedición a Venus, para la que se emplea una nave, el Cosmocrátor, a bordo de la cual viajan un selecto grupo de científicos y un piloto de avión. Ellos serán protagonistas de una epopeya científica y comunista, pero también de una aventura que servirá a los humanos para advertirnos del riesgo de una guerra atómica y, de paso, para que un escritor polaco debute en el género en el que poco después será reconocido como maestro: la novela de anticipación.

En el prólogo a la reedición de este libro que se había publicado originalmente en 1951, su autor, Stanisław Lem, nos cuenta que cuando lo redactó el conocimiento que existía del espacio exterior y de los viajes espaciales era escaso, y que la palabra misma que le da título constituía un raro neologismo que algunos de sus primeros lectores confundieron con la palabra, mucho más familiar, de “argonautas”. Eran los primeros años de la postguerra mundial y en la memoria de los supervivientes estaba fresca la imagen de las ciudades arrasadas, y en especial la de los efectos que en Hiroshima y Nagasaki había provocado la novísima tecnología atómica. Por entonces Lem había escrito ya una primera novela, El hombre de Marte, que se publicó por entregas en una revista polaca, así como diversos relatos referidos a las innovaciones en la carrera armamentista que se habían ensayado en la última contienda, producto de los avances científicos. Títulos como El hombre de Hiroshima, La ciudad atómica y V sobre Londres son testimonio de esa primeriza atención prestada por Lem al candente asunto de los servicios prestados por la ciencia al militarismo y al incremento de la capacidad de destrucción de la especie humana. Si estos temas no iban a abandonar del todo la futura producción de nuestro autor, los relatos escritos hasta entonces por el mismo presentaban en cambio sólo un carácter divulgativo, y la novela mencionada, pese a su temática marciana, constituía más bien un relato fantástico que no hacía presagiar nada de lo que vendría después en el campo de la ciencia ficción.

A finales de los años cuarenta Lem se hallaba enfrascado en la redacción de una novela, El hospital de la transfiguración, que le estaba dando no pocos quebraderos de cabeza. Y no porque le faltaran ideas, pues como dijo más tarde en una entrevista entonces escribía “como si cantara un pajarito” y con la frescura de “una adolescente enamorada”, sino porque el contenido del libro, el cual se desarrollaba en un hospital psiquiátrico apartado del mundo, chocaba frontalmente con los principios del entonces vigente realismo socialista. En otro lugar recordó Lem aquellos días en los que cogía el autobús para presentarse en la recién fundada editorial Książka i Wiedza de Varsovia, donde aquel autor desconocido que aún no había cumplido la treintena tuvo que escuchar habitualmente las reprimendas que le dirigían los editores, alarmados por el carácter pesimista y “contrarrevolucionario” de su obra. Lem hizo en ella todos los cambios, cortes y adiciones que le señalaron, lo que no impidió que fuera a quedar olvidada en un cajón, de donde sólo pudo salir para ir a la imprenta en 1956. A diferencia de El hombre de Marte, que como reconoció Lem fue escrita únicamente a fin de paliar las penurias económicas por las que atravesaba, El hospital de la transfiguración era ya, o intentaba serlo, una obra personal, si bien no madura, en la que el autor quiso por primera vez dar forma narrativa a sus preocupaciones acerca de la naturaleza y el futuro de los hombres. De hecho, este libro casi juvenil que bien podría considerarse novela de guerra en el que se muestra el drama del individuo como ser desgarrado, existencialmente dividido entre mente y cuerpo, enfermo del alma cuyo instinto ético se enfrenta con rigor al nihilismo creciente en la cultura europea, viene a ser un claro adelanto de toda la obra posterior de Lem, que si ciertamente iba a desenvolverse en otro escenario no dejaría de buscar respuesta a los anhelos morales del ser humano. Pero fue precisamente entonces, mientras nuestro autor trataba de salvar su novela del dogmatismo de los editores, cuando por un camino inesperado su interés se orientó hacia un viaje interplanetario que habría de llevarle rápidamente hasta el misterioso Venus.

Un día, hallándose en la Casa de los Escritores que el gobierno polaco había abierto en Zakopane, en los Montes Tatra, nuestro autor se encontró con Jerzy Pański, director de la radio y presidente de la editorial Czytelnik, quien a la vista de algunos de los textos que ya había escrito Lem le sugirió la conveniencia de ponerse manos a la obra en la creación de una novela de ciencia ficción polaca. Habiendo renunciado por entonces a culminar sus estudios de Medicina, y andando necesitado de recursos, le tomó la palabra, y poco después se puso a escribir la novela Astronautas, primera incursión de Lem en la ciencia ficción. Contra todo pronóstico, el libro tuvo un gran éxito, y acabó por decidir el futuro literario de su autor.

Resuelto esta vez a no tropezar con los editores, Lem concibió entonces un mundo comunista del que se había erradicado felizmente toda forma de economía y de cultura burguesas. Los jóvenes estudian con perplejidad en los libros de Historia ese oscuro período capitalista en el que el hombre era un lobo para el hombre, y se sorprenden de que no haya existido desde siempre ese régimen de fraternidad universal en el que ellos han nacido. Lem dejó caer aquí y allá algunas frases sentenciosas acerca del destino comunista de la humanidad; dio al cerebro electrónico de la nave interplanetaria el nombre de MÁRAX, que es la abreviatura de “Machina Rationatrix” pero que evoca también el apellido del autor de El Capital; y se ocupó de subrayar que los nuevos tiempos lo eran ante todo de paz y de desarrollo científico, el cual, en la línea de los colosales proyectos soviéticos, tenía previsto por ejemplo irrigar el desierto del Sahara con agua del Mediterráneo. Se abstuvo en cambio de dedicar florituras al Partido, de cuyos dirigentes y funcionarios no hay ni rastro en la novela, y en su lugar esbozó una sociedad de abnegados técnicos y científicos entregados con pasión a su oficio y en general al ideal de la época, que no es otro que el conocimiento. Algunos de estos científicos iban a ser los verdaderos protagonistas de la aventura espacial narrada en Astronautas.

Sin embargo, el inicio del libro, hasta casi su mitad, adolece del tono didáctico y del estilo encorsetado que ya fueron propios de los relatos divulgativos del autor, rémora a la que hoy tenemos que añadir que la información científica allí expuesta ha sido superada y en no poca medida refutada ampliamente. El conocimiento popular que hoy se tiene de ciencias como la astrofísica es, en efecto, causa de que el lector medio se sonroje ante algunas de las afirmaciones hechas por el narrador, cosa de la que Lem se cuidaría en el resto de su obra. Esta es la razón de que Astronautas no contara con el aprecio del Lem maduro, quien sólo accedió a su reedición, y ello con un prólogo que servía de advertencia al lector, en 1972. Cierto es que esa primera mitad del libro, como la totalidad de El hombre de Marte, se inscribe de lleno en lo que el propio autor llamó “cementerio de ilegibilidad general”, pero no es menos cierto que en la segunda el autor deja a un lado la divulgación científica, o hace un uso más comedido de ella, para entregarse por completo al relato de la aventura de los protagonistas. Resulta posible incluso precisar las páginas en las que Lem se libera para empezar a encontrar la forma, la voz propia, que prevalecería en su obra: son aquéllas en las que el piloto de la nave espacial hace su primer vuelo de reconocimiento sobre la superficie venusiana. En última instancia, puede afirmarse que la comprensión de la aventura es facilitada por la árida primera parte, la cual, con respecto a aquélla, vendría a hacer la función de una introducción.

El resultado es menos estrambótico de lo que cabría suponer, y tiene la virtud de incorporar en el relato una ligereza y una ingenuidad que remiten directamente a la atmósfera entre científica y fantástica de los Viajes extraordinarios de Julio Verne. El hecho es que el lector embarcado en este Cosmocrátor no puede abandonar la lectura, en gran parte a causa de la fantasía y vivacidad con que se describe la superficie de Venus, con sus paisajes totalmente inventados pero a la vez verosímiles; con los singulares fenómenos atmosféricos y los signos dejados allí por una civilización de inteligencia superior; a lo que se añade naturalmente la intriga motivada por las verdaderas intenciones de ésta, cosa que como tiene que ser sólo se aclara en las últimas páginas y no es asunto de esta reseña.

Las páginas en las que se cuentan las andanzas de los astronautas están escritas con verdadero pulso narrativo, y es en la libertad de la imaginación en que las creó donde Lem se descubrió a sí mismo como autor de novelas de ciencia ficción. El instrumento del que se sirve para, literalmente, hacer volar su historia es un personaje, el cual es ya enteramente un anticipo de los héroes que poblarán sus novelas maduras. Y para facilitar el acceso del lector al drama que sucederá el guía elegido no es uno de los científicos del Cosmocrátor, sino el piloto que forma parte de su tripulación y cuyos reducidos conocimientos en las diversas ciencias que deben manejarse para la exploración de Venus hacen de él un héroe siempre temerario, pero al que también siempre es preciso, como al lector, explicárselo todo. Este personaje es Hannibal Smith, el cual tiene la singularidad, en una tripulación formada mayormente por europeos a la que se añaden un chino y un indio (todos hombres, por cierto), de ser americano y negro. Este último detalle da pie a Lem para lanzar un dardo al racismo americano, pero también para dotar a Smith de una historia personal y de una psicología, una humanidad, en resumen, que tendrá difícil alcanzar algún grado de intimidad con el resto de los miembros de la expedición, todos ellos muy sesudos y muy concentrados en su trabajo, con una sola excepción: la del ruso Piotr Arseniev, cuya severidad científica no le impide añorar a la esposa que ha dejado en la Tierra.

Estos personajes, que son plenamente de la estirpe de los que más adelante encontraremos en Diarios de las estrellas y en Solaris, nos introducen en un universo plagado de misterios que no son otra cosa sino reflejos del propio misterio humano, expuestos en el caso de Lem con una imaginación ilimitada para mostrarnos la relación entre los hombres, la ética y la tecnología, así como los límites de la civilización, la responsabilidad que en la evolución de ésta tiene la ciencia y la disparidad de las formas de vida, a veces irreconocibles como tales superficialmente. Y sobre todo, quizá, para ilustrar esa ansia de conocimiento que posee el hombre y que nos hace aventurarnos más allá de nosotros mismos en busca del Otro.

martes, 20 de septiembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 220

DAPHNE DU MAURIER: ALGO MÁS QUE REBECA

Si el lector dispone de la nadería de dos millones ochocientas mil libras esterlinas está de suerte. Por tan módica suma, y si le gusta la vida campestre, puede convertirse en el próximo dueño de una parcela de casi cinco kilómetros cuadrados llamada Fernacre que se encuentra en el Cornish Bronn Wennili (el Cerro de las Golondrinas), en Cornualles. La finca dispone de una vivienda de piedra con cinco dormitorios, chimenea, calefacción central y su propia turbina eólica, y en los días de buen tiempo el feliz propietario podrá entregarse a actividades deportivas como la caza del ciervo, la becada y la agachadiza (o gamusino). Muy cerca de Fernacre se halla la fuente del río Fowey, y también la Posada Jamaica en la que se inspiró Daphne du Maurier para escribir la novela del mismo título.

Hoy la Posada Jamaica es un pub cuyos pacíficos clientes, cabe suponer, no se dedican a cometer las fechorías de aquel Joss Merlyn de la novela, quien con sus secuaces asaltaba los barcos encallados en las dunas para asesinar a sus tripulantes y robarles la carga. Si se sigue el curso del Fowey hacia el sur, hasta su desembocadura, se alcanza la península de Gribben Head, en la que se encuentra Menabilly, finca que desde hace siglos perteneció a la muy aristocrática familia de los Rashleigh, prósperos comerciantes ya en la época de Enrique VIII y la reina Elizabeth, entre los cuales hubo militares coloniales en la India y Afganistán y miembros del Parlamento. La mansión perteneciente a esta finca ha sido identificada por algunos como aquélla que aparece en Rebeca, la novela que empieza con las palabras “Anoche soñé que volvía a Manderley”, y hace décadas la popularidad de la novela, y sobre todo de la película, fue causa de que el nombre de manderley sirviera para designar a la típica vivienda de campo inglesa. Abundantes manderleys están hoy disponibles para el viajero como casas de vacaciones en todo el sur de Cornualles. De esta casa contó en una entrevista Flavia Leng, hija de Daphne, que “yo estaba familiarizada con Menabilly antes de que nos mudáramos a ella porque mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí y entrábamos en la finca sin permiso. Vivíamos muy cerca, a unas cuatro millas de distancia, en Fowey. La casa había estado vacía durante veinte años, y se hallaba totalmente cubierta de hiedra y en un terrible estado de descomposición, pero mi madre ya sabía que quería vivir allí algún día”. Daphne alquiló la vivienda, hizo instalar electricidad y agua corriente, reparó las goteras y puso cristales en las ventanas, pero según su hija le costó más expulsar a las ratas, que todavía durante algunos años siguieron correteando por el ático.

Lo cierto es que Daphne du Maurier y su familia vivieron en la casa de Menabilly entre 1943 y 1969, años después de que ella escribiera su novela. Daphne, enamorada desde siempre de Cornualles, este lugar de páramos y acantilados, imaginó enteramente Manderley, tal vez seducida por el misterio de la casa abandonada, y fue sólo más tarde cuando consiguió verdaderamente volver a ella, a esa construcción que por su propia pluma, en parte, se había hecho realidad. Para entonces, en 1940, Manderley ya había sido recreada en Hollywood por medio de maquetas y decorados, habitada por un elenco de actores mayormente inglés y bajo la dirección de otro inglés, el cual debutaba en ese lado del océano. Al productor David O. Selznick los derechos de Rebeca le costaron cincuenta mil dólares, y no era aquélla la primera historia de nuestra autora que Hitchcock llevaba al cine: el año anterior había adaptado la ya citada Posada Jamaica, y a ambas sucedería tiempo después, en 1963, Los pájaros.

Daphne du Maurier fue hija de un actor y productor teatral, a lo que se debe añadir que su madre también era actriz, y que entre el resto de su parentela se contaba un abuelo (George du Maurier) que era escritor y al que debemos la novela Trilby, historia terrorífica que fue precursora de El fantasma de la Ópera, y una tía cuyos hijos inspiraron a J.M. Barrie los personajes de Peter Pan. También una hermana de nuestra autora, Angela, se dedicó a la literatura de manera prolífica aunque con menor éxito. Daphne recibió la educación que correspondía a la hija de una familia acomodada, y a la edad de veinticuatro años, en 1931, ya había publicado su primera novela, El espíritu del amor, a la que sucedieron más de una treintena de libros entre novelas, ensayos y colecciones de relatos. Se casó, al parecer no con mucho entusiasmo, con Frederick Browning, un militar que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo destinado en el norte de África y en Italia. En 1993, cuatro años después de la muerte de Daphne, y basándose en algunas cartas personales que habían permanecido desconocidas hasta entonces, la escritora Margaret Forster publicó una biografía en la que se describían las relaciones extramatrimoniales de nuestra autora con la esposa de su editor estadounidense, Ellen Doubleday, y sobre todo con la actriz, cantante y bailarina Gertrude Lawrence. Según su biógrafa, Daphne poseía una compleja sexualidad que alimentó su actividad creativa y que ella ocultó pudorosamente, aunque no siempre, dominada como vivió “por un miedo homofóbico a su verdadera naturaleza”.

Du Maurier no era amiga de la vida social ni de las entrevistas, y a pesar de la más que desahogada economía de su familia siempre se obstinó en escribir y en vivir de su pluma. Esto último no le resultó difícil, pues ya desde la publicación de Rebeca varios de sus libros fueron éxitos de ventas, de los que aún obtuvo renovados beneficios por sus derechos para el cine y la televisión. Además de las adaptaciones ya mencionadas de Hitchcock, títulos como Mi prima Raquel, que dirigió Henry Koster en 1952, y del que el año próximo se estrenará una nueva versión dirigida por Roger Michell, han servido para divulgar su obra, la cual es al parecer una fuente inagotable de historias para las pantallas grande y pequeña, en especial en el ámbito anglosajón. Reciente muestra de ello fue la nueva y sombría adaptación de Posada Jamaica emitida el año pasado por la televisión británica.

A excepción del titulado Los pájaros, sobre el que pesó en su momento la sospecha de plagio, los relatos constituyen la parte peor conocida de la obra de nuestra autora. Su primera colección de cuentos, Come wind, come weather, se publicó en 1940, y a ella le siguieron The apple tree (1952), The breaking point (1959), Not after midnight (1971) y The Rendezvous and other stories (1980). Comparados con sus novelas, cuya variedad de temas oscila entre la narración casi naturalista de Posada Jamaica y el misterio creado en torno a los celos en Rebeca, los relatos de Daphne du Maurier nos muestran el lado más oscuro y siniestro de la autora, el cual, si en algunos casos no carece de humorismo ni de sátira, en otros muchos adopta directamente la forma del terror. Es en estas historias breves donde más se aleja su producción de los modelos de los que se sirvió en el resto de su narrativa: la Jane Eyre de Charlotte Brontë y Cumbres borrascosas, de su hermana Emily. El amor ronda por estas páginas y ciertamente impregna de uno u otro modo la mayoría de las narraciones breves o extensas de du Maurier, pero tales amores son siempre infelices, a menudo a causa de los secretos que guardan sus protagonistas. Así, no es disparatado afirmar que nuestra autora se sirvió con una fruición perversa de los códigos del género romántico para alumbrar una obra que es decididamente antirromántica. Y, en efecto, cuando al lector se le presenta en el inicio de una de estas historias una pareja envidiable, en la flor de la vida y unida por la complicidad y la pasión, no hay duda de que el final se parecerá más a un aquelarre medieval o a un velatorio. El paisaje de Cornualles tiene mucho que ver con esto, y tales degradaciones sentimentales, a menudo de origen freudiano, suceden apoteósicamente sobre todo en los relatos.

Que al menos uno de ellos se había perdido es algo que sus lectores conocían desde que du Maurier escribió en 1977 el texto autobiográfico Growing pains. The shaping of a writer (Los problemas crecen. La formación de una escritora), en el que se hacía mención de uno, titulado El muñeco, que no figuraba en ninguna de sus antologías publicadas. En 2010 la librera de Fowey, el pueblo donde vivió nuestra autora antes de instalarse en Menabilly, encontró dicho relato en un libro de 1937 que recopilaba narraciones de diversos autores que habían sido rechazadas por las revistas para las que se escribieron. A esta paciente librera, Ann Willmore, debemos no sólo la recuperación de El muñeco, sino también la de las otras doce narraciones que figuran en un volumen al que aquél da título, que se publicó en 2011 y que ese mismo año fue felizmente traducido al español por la editorial Fábulas de Albión.

Precisamente a la época en que redactó estos cuentos se refiere du Maurier en el texto autobiográfico citado más arriba. Sus páginas, según la autora, “registran mis pensamientos, impresiones y actos desde que tenía tres años hasta los veinticinco, después de que se publicase mi primera novela”. Y añade: “Por entonces yo no estaba segura de mí misma, era ingenua e inmadura, y los lectores que busquen en este libro pensamientos profundos y sabias palabras se sentirán decepcionados”. Puede, tal vez, que ese libro tardío en el que du Maurier evocaba sus años de formación se nos antoje hoy prescindible, pero el lector de los relatos ahora recuperados no podrá estar más en desacuerdo con la “ingenuidad e inmadurez” de su autora, que cuando los escribió contaba con poco más de veinte años. De hecho, esta póstuma colección de cuentos no tiene nada que envidiar a las que publicó en vida, y hay entre ellos algunos que bien pueden considerarse joyas del relato en lengua inglesa.

Una de estas joyas es la que da título al libro, una sórdida historia de amor con suficiente cantidad de esa energía erótica y perturbadora que es propia de du Maurier, y que aquí se concentra en un triángulo amoroso formado por una joven y atractiva violinista, un hombre carcomido por los celos y un muñeco articulado. Con acierto afirma la escritora Pilar Adón, en el prólogo al volumen que comentamos, que “si algo caracteriza a los personajes de Daphne du Maurier es la obsesión. Su turbulenta personalidad que hace de ellos unos seres sufrientes víctimas de su propia ira y de su frustración, y responsables de actos que, en los momentos previos al delirio, ellos mismos habrían considerado odiosos. Innombrables”. El libro se abre con el cuento Viento del este, el cual anticipa la atmósfera verista y tormentosa que más tarde aparecería en plenitud en Posada Jamaica. Y puede decirse que es ese viento del este que arrebata el sentido a los personajes el que no deja de soplar con fuerza en los sucesivos relatos, incluso cuando la narradora se recrea cómicamente en las adversidades que padecen sus creaciones, humanizadas en las primeras líneas pero sólo para ser caricaturizadas más tarde, insertas como están en un proceso implacable en el que interviene el humor negro que es peculiar de nuestra autora. Sorprende más, si se tiene presente su juventud, la variedad de registros que aparece en estos relatos, y que acredita una maestría del arte narrativo que domina por igual la tragedia, la comedia de costumbres, el drama social y la devastadora ironía. Ésta termina por destruir con toda justicia a la protagonista y narradora del último de los relatos, La lapa, harpía cuya naturaleza despreciable es tan grande como su inconsciencia.

Excepcionalmente, algunas de estas historias son de ambiente urbano, pero en otras reaparecen, como si se tratara de una vuelta a casa, los parajes solitarios de Cornualles, con sus inofensivos caminos, sus piedras y cottages, uno de los cuales se convierte en precursor del Manderley de Rebeca en esa inquietante historia de fantasmas que es El valle feliz, quizá la mejor de las aquí recogidas. Y ya sólo este cuento, que por desgracia Hitchcock no llegó a conocer, explica la fascinación que el director de cine amante de las psicologías desequilibradas y del suspense sintió por la obra de du Maurier, psicologías y suspense que en este relato, como en otros de los aquí contenidos, nos trasladan a un mundo que es el de las fantasías, los sueños y la muerte.