martes, 26 de abril de 2016

LECTURA POSIBLE / 209

LOS RASGOS PROPIOS DE CHRISTA WOLF

Recordaba una revista estadounidense hace unos días, a propósito de lo que se describía allí como la gran estafa que constituye de arriba abajo la fraseología de Donald Trump, que “ninguna mentira es demasiado obvia para aquellas personas que se sienten íntimamente predispuestas a creerla”. Escrita hace tiempo por Christa Wolf, de quien se guarda memoria en Estados Unidos porque vivió allí algunos años, y cuya figura por cierto parece hoy más desdibujada en Europa, la frase en cuestión alude a un tema que fue constante en la narrativa de la autora alemana: el de la discriminación, en la conciencia del hombre moderno, entre verdad y mentira, junto a las circunstancias que hacen posible el perseverante y dramático acomodo a la segunda. Esas verdad y mentira nunca circularon tan rápida y masivamente como ahora, siendo también ahora, en una sociedad de la información como la nuestra, cuando más problemático resulta discernir entre una y otra.

La producción de nuestra autora fue en efecto una búsqueda de algo hoy tan poco prestigioso como es la verdad, de lo que han dejado testimonio muchas de sus páginas. Ya solamente esto debería ser motivo suficiente para volver a la lectura de Christa Wolf, quien en una advertencia preliminar a su novela Muestra de infancia anotó que “el que crea reconocer similitudes entre una figura del relato y su propia persona o algún individuo de carne y hueso, recuerde la extraña carencia de rasgos propios que delatan muchos de sus contemporáneos”. Esta ausencia de rasgos propios que aqueja a nuestra época, esta galopante inflación de tecnócratas intercambiables que desde aquí hasta China repiten lo mismo, sin que se advierta en sus discursos el más ligero signo de personalidad o de lo que alguien pudo llamar hace décadas “factor humano”, forma parte de un aprendizaje que Wolf inició en carne propia en su país natal, un país que todavía era Alemania y que después iba a ser el Reich y la RDA, y que aún más tarde volvería a ser una Alemania reunificada, aunque poco proclive a aprender de su propio pasado. Christa Wolf escribió siempre sobre Alemania, incluso cuando se hallaba al otro lado del océano, y el devenir de los tiempos que le tocaron en suerte la hizo ser cronista del declive de un país y de un socialismo en los que ella, como otros muchos, había puesto sus ilusiones, y cuya disolución dejó en quienes como ella sí poseían rasgos propios una mueca perdurable de fracaso y de perplejidad. No es raro, pues, que el suicidio, en sus diversas formas, fuera el final de algunos de sus personajes, funcionarios del Estado que alguna vez e insensiblemente pasaron de ser amigos a convertirse en extraños cargados de discursos vacíos y de ajenidad.

Wolf, que se había unido al Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) a la edad de veinte años, poco después de terminar la escuela secundaria, fue estudiante de literatura alemana en las universidades de Jena y Leipzig, y redactó su tesis sobre la obra de Hans Fallada. Miembro de la Academia de las Artes y candidata entre 1963 y 1967 al comité central del Partido, fue la novelista más difundida de su país, lo que le permitió obtener algunos privilegios, entre ellos el permiso para viajar al extranjero. Al inicio de los años ochenta su obra también empezó a ser reconocida en la Alemania occidental, pero para entonces Wolf ya había manifestado públicamente su disidencia, lo que se concretó con motivo de la crisis que siguió a la expatriación del poeta y cantante Wolf Biermann. Nuestra autora abandonó el SED en junio de 1989, y en noviembre de ese año tomó parte en la célebre manifestación contra el gobierno de la RDA que culminó en la Alexanderplatz de Berlín.

En carne propia es precisamente la expresión que utilizó Wolf para titular una de sus novelas mayores, pese a ser a la vez una de las más breves. Publicada en 2002, es una indagación personal que a través de la metáfora de la enfermedad nos muestra la decadencia y el previsible final de la RDA. Una mujer innominada se encuentra en la habitación de un hospital aquejada de una grave infección. La narradora describe con maestría su lucha contra la muerte y en particular contra esas células infecciosas que se han acomodado a su organismo. En su cama-barco, junto a una joven doctora, y a impulsos de la fiebre, la enferma realiza viajes por Berlín Este a la manera de aquel estudiante que acompañado por el diablo Asmodeo recorría las alturas de Madrid en El diablo cojuelo. Pero aquí no se levantan los tejados de la ciudad para comprobar cómo viven sus habitantes, sino que el viaje se dirige a los estratos profundos, al subsuelo. El recorrido por el laberinto de sótanos conduce al lector a través de la reciente historia alemana, hasta los refugios antiaéreos y luego, por un estrato superior, hasta los bajos de una mercería, donde encontramos a un funcionario de la policía política encargado de manipular los cables telefónicos, sin duda a fin de interceptar las llamadas de una vecina sospechosa, la cual no es otra que la misma enferma. “Se nos ha inculcado que todas y cada una de las cosas adquieren sentido, demuestran estar dotadas de sentido por el hecho de que puedan ser contadas como una historia”, escribe la narradora, pero sólo para comprobar la falsedad de tal afirmación, pues pronto el sinsentido, en forma de fiebre, se apodera de su conciencia. Por el camino la autora se interroga acerca del significado de un capricho de Goya, El sueño de la razón produce monstruos, asunto que ha sido muy discutido en Alemania pero curiosamente nunca en España, ya que el mismo sólo tiene razón de ser en la lengua de la narradora. El alemán, en efecto, tiene dos palabras para “sueño”: Traum (soñar) y Shlaf (dormir). Al traductor del título de la obra goyesca corresponde elegir entre una y otra, resultando que la elección determina una interpretación totalmente distinta del capricho. ¿Aparecen los monstruos cuando la razón duerme, o sucede al contrario: que estos son el genuino producto de aquélla? Pregunta sin respuesta que no está de más tratándose de Alemania, ya sea de la razón de Estado del Reich o de la que fue su continuadora en el proyecto del llamado socialismo alemán. La Historia, en fin, no tiene sentido, ni lo adquiere tampoco cuando se cuenta, lo que nos ilustra acerca de las deficiencias y las limitaciones de la razón humana, pero también de la literatura.

Para que la enfermedad prospere es necesario el derrumbe del sistema inmunológico, pero ¿por qué ocurre? “Tal vez”, escribe Wolf, “porque se ha hecho cargo del derrumbe que no se permitió la persona. Porque, astutas como son esas fuerzas secretas que hay en nosotros, ha tirado por tierra a la persona, la ha enfermado para, de esa manera algo larga y complicada, arrancarla de la vorágine de la muerte”. La memoria desempeña un papel crucial en esta indagación de la verdad en el interior de un cuerpo enfermo, el cual pese a todo aspira a encontrar algo parecido a la salud, pues, como dice Wolf, “alguna vez llega el momento en el que hay que ir en busca de lo olvidado”. Y será su compañera en esas incursiones febriles por el subsuelo de Berlín, a través de la memoria alemana, la que le revele que finalmente “la vida utiliza a la muerte como recurso para arrancar de su imperdonable letargo a quien está cansado, harto de la vida, para devolverlo a la vida mediante un sobresalto saludable, para que se ponga otra vez en movimiento y sepa para qué está en este mundo”.

Si En carne propia narra el fin de la RDA y en parte una enfermedad que padeció la propia Christa Wolf, tampoco deja de lado la enfermedad política y social que la autora encontró igualmente en la Alemania reunificada, tras la caída del muro, donde fue víctima de una campaña mediática en la que se la acusó de espionaje. La Alemania unificada que no fue hospitalaria con nuestra autora tuvo que verla tomar el camino de la emigración a América, donde escribió La ciudad de Los Angeles o el abrigo del Dr. Freud, que se publicaría en 2010. El libro habla del desencanto de quienes participaron en el proyecto de un socialismo alemán, pero también del estado de cosas en el mundo capitalista en los inicios del nuevo siglo. A través de un viaje por Estados Unidos en el que la narradora busca a una emigrante alemana que había mantenido correspondencia con una amiga, Wolf describe la miseria de los negros y la primera guerra de Irak, todo ello inserto en una compleja estructura multitemporal en la que aparecen reminiscencias del nazismo y de la vida en Berlín Este.

De nuevo aquí se intenta seguir el curso de la verdad, el cual se desenvuelve paradójicamente en un mismo plano que no es temporal, sino moral: el de la ignominia. La redacción del libro fue contemporánea con la llamada Literaturstreit, controversia en la que la intelectualidad alemana juzgó (y en gran medida condenó) a los escritores de la RDA, y resulta ser en este contexto de histeria y de caza de brujas en el que se formula contra nuestra autora la acusación de haber sido colaboradora de la Stasi, de lo que es consecuencia natural el voluntario exilio a Estados Unidos y de hecho el libro mismo, que así viene a ser una especie de reflexión autobiográfica y de crónica casi periodística. Los Angeles, otro de los temas de la novela, es aquí “el nuevo Weimar bajo las palmeras” al que también tuvieron que exiliarse los hermanos Mann, Brecht, Feuchtwanger y muchos otros, acabando por constituir así una especie de almacén de residuos de la cultura germánica, de lo que la propia autora es ejemplo.

Este año se cumplen cinco de su muerte. En Berlín subsiste una asociación, la Christa Wolf Gesellschaft, que realiza actividades periódicas y en especial unos llamados “Encuentros con Christa Wolf” a los que acuden autores y estudiosos de lo que fueron la una y la otra Alemania, cuyas heridas recíprocas aún no se han cerrado. En la verdadera Weimar (no la de las palmeras) el Deutsches Nationaltheater está representando estos días una obra sobre texto de Wolf, el que escribió a propósito de la explosión del reactor nuclear de Chernóbil, Accidente. Noticia de un día, en el que se trata, según su director escénico, Enrico Stolzenburg, “del colapso del ser humano ante las fuerzas intangibles y descontroladas que él mismo ha desatado”. Fuerzas que desafían lo que comúnmente pretendemos que es verdad y cuyo sentido quiso desvelar esta escritora con rasgos propios, buscadora en los subsuelos de la memoria donde germinan las enfermedades fatales, las que nos deben devolver el movimiento y nuestra razón de ser en este mundo.

martes, 19 de abril de 2016

LECTURA POSIBLE / 208

FRIDERIKE ZWEIG: DESTELLOS DE VIDA

Cuenta Stefan Zweig en su autobiografía El mundo de ayer cómo al término de la Gran Guerra, con su patria aniquilada, tomó un tren que desde Suiza debía trasladarle a Salzburgo, donde pensaba establecerse. Al llegar a la estación fronteriza de Feldkirch advirtió un gran revuelo junto a otro convoy que permanecía estacionado, el cual también acababa de llegar a la estación pero circulaba en dirección contraria. Entre la gente que llena el andén, Zweig reconoce a un hombre de andar rígido y vestido de negro, acompañado de una mujer también vestida de negro: son Carlos, el último emperador de Austria, y su esposa, la emperatriz Zita, restos de una dinastía que había gobernado durante setecientos años y que entonces, obedeciendo una “invitación” de la nueva República, marchaban al exilio. De este modo solían producirse los acontecimientos históricos que Zweig, habitante de una Mitteleuropa que era como un modesto pueblo al pie de los Alpes, presenció de cerca y describió en su autobiografía. Junto a estos grandes hechos hubo no obstante otros que no han merecido pasar ni a sus libros ni tampoco a los de Historia, algunos de los cuales han sido narrados por quien fue su primera esposa y por otros testigos cuya experiencia han ido desvelando los estudiosos más tarde, incluso hasta el momento presente.

Al iniciarse la Gran Guerra, un grupo de intelectuales pacifistas, cuyos países estaban en guerra, se reunió en una Suiza neutral que en ese momento estaba siendo atravesada por columnas de refugiados, revolucionarios, espías y ladrones. Friderike, para entonces, tenía ya a su espalda algo de la historia de Europa y de sí misma. Durante algunos años había sido la señora Winternitz, por su matrimonio con un funcionario de Hacienda del que tuvo dos hijas: Alix y Suse. Con el nombre de Friderike Winternitz había publicado varias novelas (nunca traducidas al castellano), y con el mismo nombre había sido presentada en 1912 a Stefan Zweig. Dos años después de este encuentro, Friderike se divorció para casarse con Stefan, con el que mantendría una especie de alianza espiritual hasta el suicidio de éste en la lejana Petrópolis, en Brasil. Por cierto que para entonces Stefan Zweig estaba casado con quien había sido su secretaria, pero esa es otra historia.

En Suiza, durante la Gran Guerra, el grupo de intelectuales entre los que se encontraban los Zweig combatió en una guerra incruenta en la que, como hoy sabemos, iba a decidirse el destino de Europa, y que ellos perdieron (y nosotros). Se trataba de una guerra contra la guerra y a la vez de una reivindicación de la cultura europea, esa misma cultura que ya en el siglo anterior había sido presentida por un Beethoven, y que mucho antes había hecho posible que los actores de la Commedia dell’arte que hacían sus piruetas en la plaza de San Marcos de Venecia introdujeran en sus soliloquios palabras de origen eslavo, o griego, o portugués. Durante la guerra, en 1917, Stefan Zweig estrenó en Zurich su obra dramática en nueve cuadros Jeremías, dedicada al profeta que, en un contexto cristiano, heredó de Casandra el don de predecir el futuro, y también el de que sus predicciones no fueran creídas. Friderike nos ha dejado en su libro de recuerdos Destellos de vida (Papel de Liar, 2009) un testimonio de aquellos años en los que unos pocos se opusieron con sus obras, con sus actos, sus dudas y convicciones, a las atrocidades que se cometían en toda Europa, y que pusieron punto final no sólo al mundo que ellos habían conocido, sino también a uno mejor que aún no había nacido. Entre ellos estaban Rainer Maria Rilke, Romain Rolland y Frans Masereel, que cautivó a Friderike por su optimismo y su sensibilidad. Muchos años después, casi octogenaria, los recordaría a todos cuando escribió sus memorias en su exilio de Stamford, Connecticut, del que nunca volvió.

Las noticias de los Zweig que encontramos en el libro de Friderike se entrecruzan con las de infinidad de personas que aparecen en él fugazmente y cuyas historias se siguen recomponiendo todavía hoy, en una Europa en la que vuelve a sonar el tambor y que se amuralla contra sus propios miedos. De entre esos personajes salidos del anonimato sobresalen dos que proceden del distrito de Hürben, en Krumbach: Henry Morgenthau y Mike Nichols. En el mismo Hürben había nacido Peppi Landauer, quien junto a su marido, fabricante textil, se trasladó a Viena, donde tuvo dos hijas, una de las cuales, Ida, tras casarse con otro industrial del mismo ramo, dio a luz a Alfred y a Stefan Zweig. La abuela de Stefan era judía, como muchos de los habitantes de Hürben, y a ella se refería el autor de Novela de ajedrez cuando escribió que era “judío por casualidad”. A Henry Morgenthau se le recuerda hoy no sólo en Hürben por haber sido el inspirador, tras la Segunda Guerra Mundial, del llamado Plan Morgenthau, que elaboró siendo ministro de Hacienda y que tenía por objeto la reconversión de Alemania en un estado agrario, en respuesta a la hiperindustrialización alimentada por el Reich. No es preciso decir que el proyecto, que habría dado pie al desarrollo de una Alemania muy diferente de la que conocemos, se truncó pronto, a causa en gran parte de la oposición de los magnates de la industria.

Otro Landauer, el anarquista Gustav, estaba casado con Hedwig Lachmann, escritora alemana de origen polaco que en 1918 murió de neumonía y fue enterrada en el cementerio judío de Hürben. Gustav sólo la sobrevivió un año, pues en la primavera de 1919 fue asesinado en prisión por miembros del Freikorps, la organización paramilitar de extrema derecha que era ya por entonces el germen del nacional-socialismo. Brigitte, la hija de ambos, se casó en Berlín con el médico ruso Pavel Nicolaevich Peschkowsky, con quien tuvo un hijo en 1931: Michael. La familia emigró en 1938 a Nueva York, y allí Michael se convirtió en Mike Nichols, quien con el tiempo habría de convertirse en director de cine, autor de películas como ¿Quién teme a Virginia Woolf? y El graduado.

Y hay todavía un Lazar Morgenthau, habitante de Hürben, que se casó con Babette Guggenheim, once años más joven que él, y que marchó a Baviera para fundar una fábrica de cigarros, los cuales no estaban hechos con tabaco, sino, a causa de las estrecheces de la época, con un extracto de agujas de pino. Se hizo millonario y emigró a Estados Unidos, donde quiso ser comerciante de vinos y se arruinó. Como recuerdo, queda de todos ellos hoy una placa en Hürben, así como una parte del cementerio judío y un monumento que fue erigido en el lugar donde una vez se encontró la sinagoga.

Destellos de vida, como indica su subtítulo, es un libro de memorias. Evoca aquí Friderike su niñez en Viena, su primer matrimonio, sus trabajos literarios y sus treinta años de convivencia con Zweig. En la última de sus cartas a Friderike, aquél escribió: “Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso –la monarquía de los Habsburgo–, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped en el mejor de los casos. Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad; nunca jamás sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra”. Y Friderike, por su parte, escribe que estas páginas “llevarán consigo el hálito del tiempo y darán fe de la época de incertidumbre en que vivimos”. Esta incertidumbre, a diferencia de Stefan, nunca la vivió ella como una pérdida de la seguridad, lo que no impide que dé inicio a su relato con el incendio que sufrió el Ringtheater de Viena dos años antes de su nacimiento, el día del estreno de Los Cuentos de Hoffmann. La inseguridad, la exposición y el desamparo de la propia vida ante los grandes acontecimientos que luego habrán de ocupar un lugar en los libros de Historia estaban ya en el ambiente y en la conciencia de Friderike, y ello en apacible convivencia con esa percepción provinciana y a la vez mundana de la vida que era propia de aquella vieja Viena, poblada por emperatrices y archiduques que eran como de la familia, y cuyas vicisitudes se celebraban o se lloraban en la intimidad de las casas burguesas. Por la de los Zweig en Salzburgo iban a pasar Romain Rolland, Albert Einstein, Thomas Mann, Arturo Toscanini y muchos otros que como la autora afirma “contribuyeron a modelar el perfil cultural y artístico de nuestro siglo”. Y de ellos, como de múltiples personajes anónimos cuya historia ha sido desvelada más tarde, queda constancia en estas páginas, en las que su autora quiso recrear su mundo de ayer “con vistas al futuro, de dentro hacia fuera y de fuera hacia dentro”. Un mundo, escribe Friderike, del que “no me siento llamada a decir más, ni tampoco menos”.

sábado, 9 de abril de 2016

DISPARATES / 153

LA GRAN COALICIÓN

“Si la mayoría de la gente piensa de forma contraria a los valores y normas institucionalizados en las leyes y reglamentos impuestos por el Estado, el sistema cambiará, aunque no necesariamente para cumplir las esperanzas de los agentes del cambio social”. Así se refería el sociólogo Manuel Castells a las sociedades en crisis en las que se ha creado una razonable expectativa de cambio en su libro Redes de indignación y esperanza, que se publicó en 2012. La reflexión general aquí expuesta por quien es profesor de la Universidad de Berkeley puede muy bien aplicarse a dos momentos de la historia moderna de España, los correspondientes a la segunda República y a la transición tras la dictadura, y de igual modo al momento presente. Si se observa el mapa de los resultados electorales de las elecciones que se celebraron en febrero de 1936 en las que venció el Frente Popular, y se compara con el que resulta de las últimas elecciones generales, las celebradas el pasado 20 de diciembre, podrá comprobarse que existen algunas variaciones y algunas constantes. Unas y otras nos revelan de manera diáfana cuál ha sido la evolución territorial de la sociedad española en los últimos ochenta años, y también la evolución, hasta hoy, de la ilusión puesta por los españoles en un cambio.

Entre las constantes hay una que resulta sorprendente pero que no se aprecia en los mapas, ya que no es de naturaleza territorial. Teniendo en cuenta las múltiples variaciones demográficas que se han operado aquí en los últimos ochenta años, debe de obedecer sin duda a una coincidencia el hecho de que el número de españoles que votó por la opción indebida en 1936, o sea, por el Frente Popular, sea muy aproximadamente el mismo de los que han votado no menos indebidamente en las últimas elecciones: en torno a cinco millones. A la vista de esto cabría preguntarse de qué sirvieron el golpe de Estado, la guerra consiguiente, los fusilamientos, las fosas comunes y toda un dictadura de nada más y nada menos que cuarenta años: ¿de qué sirvieron, en efecto, si esos cinco millones siguen ahí? Esos muertos que votaron indebidamente continúan hoy en las cunetas de nuestras carreteras, y lo hacen con un sentido práctico, para que aquello nunca vuelva a pasar, y sin embargo se diría que ahora, cual zombis de una mala película hollywoodiense, han vuelto a levantarse para cometer la misma atrocidad de entonces: la de votar. Quizá sea, como dicen, que la ilusión es terca.

Sin ir tan lejos, también sería útil comparar el resultado de las últimas elecciones generales con el de las primeras que se celebraron tras la dictadura, allá por 1977, unas elecciones de las que por cierto no se acuerda nadie, y que ni siquiera han servido para dar nombre al régimen político que ellas mismas fundaron, el cual ha durado, en números redondos, otros cuarenta años. Algún misterio cabalístico que no comprendo debe haber en España con eso de los cuarenta años y los cinco millones, pero poco importa, ya que gran parte de los españoles que votaron indebidamente el pasado diciembre no habían nacido en 1977. Que no hubieran nacido no les exime de ser hijos, por desgracia para ellos, del régimen fundado entonces, el único que conocen, un régimen que como sabemos ahora ha resultado ser una más que eficiente escuela: una escuela de cinismo.

En efecto, para esa generación que en gran parte, en diciembre, votó de manera indebida, el Frente Popular, la guerra civil y la dictadura son episodios históricos al mismo nivel que las guerras napoleónicas o las conquistas del imperio romano. En consecuencia, como Sigfrido, el héroe wagneriano, no saben lo que es el miedo, pues carecen del adoctrinamiento que recibimos por la fuerza sus mayores. El que han recibido ellos es otro adoctrinamiento: el de la escuela cínica. Maestros superiores del mismo han sido, y son todavía, los líderes del llamado régimen del 78, que ahí andan, ejerciendo obstinadamente su docencia y aun superándose, cada día, a sí mismos. Una pequeña historia de esa escuela de cinismo la encontramos en otro libro: La perestroika de Felipe VI, que se publicó el año pasado y del que es autor el especialista en demoscopia Jaime Miquel. Se trata en sus páginas, entre otras cosas, de la manera en que la política y la manera de hacer política de nuestros líderes ha moldeado en los últimos cuarenta años al español medio, y en consecuencia también al electorado. Veamos algunos ejemplos:

“De cada diez personas encuestadas en edad de votar, diez de ellas creen que existe corrupción política, casi diez que los partidos tapan a sus corruptos y ocho que los políticos crean problemas en lugar de resolverlos porque defienden sus intereses en lugar del interés general”.

Otro:

“Desde 2012 los partidos y los políticos son desaprobados por nueve de cada diez electores, el Parlamento y el Gobierno por ocho, y los ayuntamientos y los sindicatos por siete”.

Otro ejemplo, para contrastar:

“La percepción de que existe corrupción política en el promedio de los Estados africanos era del 72% en 2007”.

Otro:

“Según un estudio del CIS de ese mismo año, tres de cada diez entrevistados (nueve millones y medio de españoles mayores de edad) coincidieron en que ‘hay ocasiones en las que uno debe actuar según su conciencia aunque esto signifique infringir la ley’”. Nueve millones y medio de personas dispuestas a delinquir y a dar por buenos los delitos de los demás son muchas personas, pero “con estos principios” –escribe Miquel– “no vamos a ninguna parte. Las normas son las que digamos las personas y se hacen para cumplirse, ese es el camino que hay que seguir porque no hay otro”.

Un ejemplo más, tomado de un debate entre ex electores del PSOE que tuvo lugar en Valencia en 2011, y en el que se discutía acerca del proyecto gubernamental, más tarde abandonado, de reducir el número de municipios:

“La basura de este pueblo la recoge esta empresa que le cuesta más a la gente que cualquier otra y no la va a recoger ninguna otra aunque sea más barata, ni este pueblo se va a fusionar con el vecino porque allí la basura la recoge otra empresa en otro entramado de intereses”.

Y Miquel anota: “Sin referencias institucionales, la sociedad se desintegra”.

A eso mismo se refería el filósofo Cornelius Castoriadis cuando escribió que “ninguna sociedad puede perdurar sin crear una representación del mundo y, en ese mundo, de sí misma”. Los españoles algo veteranos tenemos la lección bien aprendida, y sabemos por ello que las promesas electorales no se hacen para cumplirlas, sino para ganar votos; que no hay que creer a los líderes a los que sin embargo votamos, porque mienten; que los partidos se financian ilegalmente, porque tiene que ser así; y que poco importa que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace ratones. He ahí algunas perlas de nuestra escuela cínica, y sabemos de sobra a estas alturas que nada como la mierda se reproduce tan fácilmente.

No menos fácilmente, y como hace ochenta años, puede rastrearse la distribución del voto en los mapas, y comprobar así otra coincidencia, que quizá no debería sorprender a nadie: como entonces, el voto indebido procede ahora, sobre todo, de las provincias con una edad media de población más baja, es decir, de aquéllas en las que hay más jóvenes, si bien ninguna de ellas es la provincia española más joven, por la sencilla razón de que ésta ni existe ni figura en los mapas: es la provincia exterior, la de la emigración, a la que no han dejado votar.

Ahora se exige moralidad y decencia a los jóvenes, y se lo exigen sus maestros de la escuela cínica, porque están hartos y desengañados y porque han votado masivamente por el populismo. Para ellos, rebelarse contra los padres es rebelarse contra el cinismo que les han enseñado. Si los resultados electorales del 20 de diciembre no fueron los deseables, o dicho de otro modo: si por primera vez desde 1936 un buen número de españoles (en concreto cinco millones) no votaron como debían hacerlo, resultaba obvio que era preciso tomar medidas. Se tomaron, y se siguen tomando. Se pretende ahora inculcar disciplina a esa generación para que no vuelva a votar indebidamente, y esta ardua tarea debe realizarse en el tiempo record de dos meses, los que quedan hasta junio.

Para doblegar la voluntad, o torcer el brazo, era preciso ante todo obrar un milagro que tenía que exceder al de la multiplicación de los panes y los peces: convertir los mediocres resultados de Ciudadanos en mayoría absoluta. Propiamente el partido de Albert Rivera ya fue admitido en la gran coalición, como parte necesaria de la misma, antes de las elecciones, con motivo de los atentados de París y del resultante Pacto Antiyihadista. A ello sucedió ya tras las elecciones un paso más institucional que se dio a escondidas, como es costumbre: la formación de la mesa del Congreso. Pero la consumación del agigantamiento de los cuarenta escaños de Ciudadanos, y consiguientemente de la gran coalición, llegó más tarde, escenificada con la pompa que correspondía y mediante la firma de otro pacto, también negociado a escondidas y por la vía urgente. El llamado “Pacto Rivera-Sánchez” es en efecto el acta de bautismo de la gran coalición, nacido con el fin de modificar la equivocada impresión de que las elecciones las habían ganado las izquierdas y mostrar con meridiana claridad dónde está el PSOE realmente. Con este enjuague, realizado a la vista de todos mientras Rajoy, siempre oculto, espera, el partido del viejo patriarca Pablo Iglesias se ha cubierto activamente de gloria, para el presente y para el futuro.

El oculto Rajoy lee entretanto el Marca y las estimaciones electorales que le presentan, y de las que tendrá que deducir si en breve deberá dar su abstención a una investidura de Sánchez o convocar a la plebe a unas elecciones anticipadas a las que ésta acudirá de nuevo harta y desengañada, pero en menor número, lo que facilitará, esta vez sí, la consumación de una mayoría absoluta como Dios manda. Durante el proceso, malvive un Parlamento que no ha sido reconocido por el Gobierno y al que por tanto no debe dar explicaciones, y por si fuera poco, tal como ha reconocido el mismísimo Pedro J. Ramírez, un funcionario de los cuerpos de seguridad del Estado presiona a los jueces para que estos admitan por lo menos una de las querellas presentadas contra el populismo. ¿Zarzuela?, ¿sainete? A toda persona de más allá de los Pirineos todo esto le suena a chino, es cierto, pero es que allí no saben que España es un país predemocrático y ajeno a la cultura política de Occidente.

“La gran coalición” suena casi como “la gran ilusión”, pero no es lo mismo. La gran ilusión es una película de Jean Renoir que se estrenó en 1938, dos años después de que cinco millones constituyeran una mayoría en España. Hoy cinco millones no son mayoría, y en realidad no son nada, pues el valor real de esos votos disminuye a medida que se infla el de otros, aunque sean menos. Así, de la frase de Castells reproducida al inicio, y para saber a qué atenernos, conviene quedarse sólo con la segunda parte: “El sistema cambiará, aunque no necesariamente para cumplir las esperanzas de los agentes del cambio social”. Esto lo entendemos bien quienes hemos aprendido aquí, en la escuela cínica.

martes, 5 de abril de 2016

LECTURA POSIBLE / 207

FLANN O’BRIEN: EL HÉROE DE NADIE

El pasado viernes The Guardian publicó en su sección My hero, en la que gran número de escritores en lengua inglesa vienen evocando desde hace tiempo a los autores que les han inspirado, un artículo del novelista irlandés John Banville, más conocido entre nosotros por su pseudónimo Benjamin Black, bajo el cual ha escrito novelas policíacas de éxito como El secreto de Christine o La rubia de ojos negros. Banville aludía en su artículo a los amores literarios de Irlanda, extraños amores que van desde el que allí se profesa a Oscar Wilde hasta los consagrados a James Joyce y a quien fue su secretario, Samuel Beckett. Si al primero se le recuerda mediante una espantosa estatua en el Merrion Square Park, uno de los lugares georgianos de Dublín, y al segundo por una multitud de placas conmemorativas que asaltan al viandante en la misma ciudad con frases tomadas del Ulises, el tercero, con peor suerte, ha dado su nombre a un barco de guerra, lo que, si bien es cierto que últimamente el barco en cuestión ha participado en misiones humanitarias en el Mediterráneo, no parece ser la mejor manera de homenajear a quien fue un pacifista convencido toda su vida. Es posible que estas extrañas manifestaciones amorosas se deban al particular sentido del humor de los irlandeses, los cuales en estos días han invocado la memoria de otro de sus autores nativos, precisamente el “héroe” al que Banville dedicaba su artículo: Flann O’Brien.

Pues Flann O’Brien, cuyo verdadero nombre en inglés era Brian O’Nolan y en gaélico Brian Nuall’in, murió en Dublín hace ahora cincuenta años, aniversario que ha sido celebrado en diversas ciudades, no con estatuas ni placas conmemorativas ni barcos, sino, más modestamente, por medio de representaciones teatrales, conciertos de música folk y una variada degustación de licores nacionales. La explicación de ello es que O’Brien es lo que las enciclopedias llaman “un autor menor”, pero menor sólo por la escasa divulgación que hasta ahora ha tenido su obra, y, acaso, menor también porque en su tiempo fue de los pocos que escribió atrevidamente acerca de la realidad, y lo que es peor: acerca de las mistificaciones, de su país natal.

Había nacido en Strabane, en la provincia del Ulster. Ciudad ésta que todavía figura hoy entre las más deprimidas del Reino Unido, fue en tiempos escenario y protagonista de frecuentes actos de violencia en la guerra civil que, sin recibir ese nombre, enfrentó a los irlandeses del norte con sus vecinos ingleses. No es raro, pues, que la cuestión nacional haya sido tema permanente en la vida y la obra de nuestro autor. Como correspondía a un literato en ciernes, O’Brien fue en efecto a Dublín para estudiar literatura gaélica y frecuentó las redacciones de periódicos como el Irish Times o The Nationalist, en los que escribió mayormente artículos satíricos bajo diversos pseudónimos. Uno de ellos, con el que firmaría su novela, publicada en 1941, La boca pobre, era el de Myles na gCopaleen, nombre del personaje de una obra teatral de mediados del siglo XIX bajo el cual se presentaba el arquetipo del palurdo irlandés. Este ficticio hombre de campo, eterna contrafigura del individuo urbano y moderno que está presente en todas las culturas, apegado a sus creencias, siempre proclive a la necesaria emigración, venía a ser en el caso irlandés, como cabía esperar, hijo de la dominante e imperialista era victoriana, pero también, de manera curiosa, de cierta forma de nacionalismo que prosperó en Irlanda durante décadas y que quiso ver en él, en sus miserias y supersticiones, al genuino y milagrosamente viviente ideal de lo gaélico, de lo que eran valiosos testimonios su estilo de vida, sus penurias, sus costumbres y, sobre todo, su tradición oral.

En la época en que O’Brien escribió La boca pobre dicho nacionalismo, alimentado por eruditos dublineses de mente tan puritana como desconocedora del asunto de que trataban, había dado lugar a toda una literatura gaélica tomada con más o menos fidelidad de sus fuentes orales, y que incurría en los tópicos al uso acerca de las incontables miserias del palurdo irlandés. O’Brien se sirvió ingeniosamente de esos tópicos para construir una divertida sátira, y ello adaptando a sus intenciones el estilo de la literatura publicada al respecto, la cual, convenientemente expurgada de toda alusión indecorosa, debía poder ser leída lo mismo por un niño que por una monja. El libro, escrito en gaélico, está ambientado en la región imaginaria de Corca Dorcha, donde vive una singular familia compuesta por la madre, su hijo y el abuelo, y, tras esquivar casi intacto la censura, se agotó en pocas semanas. La razón de su éxito fue la burla contenida en él de ese nacionalismo impostado, de naturaleza mística, que en Irlanda hizo estragos en los inicios del siglo pasado, y al que otro estudioso de lo gaélico y amigo de nuestro autor, Niall Sheridan, se refirió como un “fanatismo carente de humor, algo que, en rigor, era completamente ajeno al alma irlandesa”.

El libro cayó posteriormente en el olvido, y no se reeditó hasta 1961. Fue esta reedición la que animó a O’Brien a retomar la pluma, y en esa década daría a luz algunas nuevas narraciones que figuran entre lo mejor y más singular de la literatura irlandesa. Ese mismo año publica La vida dura, novela en la que aborda de nuevo irónicamente los clichés sobre Irlanda y sus gentes. Igualmente escrita, como La boca pobre, en primera persona, la narración adopta la forma de una novela picaresca en la que se combinan ágilmente realidad y fantasía. Y aquí también hay una familia protagonista, pero aún más disparatada que la anterior, la cual reparte su tiempo entre las charlas eruditas acerca de la Compañía de Jesús, una peregrinación a Roma y los cursos por correspondencia de los que es artífice el hermano del narrador.

De esos años son El tercer policía, en la que se narran un crimen y una serie de aventuras en torno a una caja de caudales, incluyendo una conversación con el propio asesinado, y Crónica de Dalkey, novela de fantasía desbordante por la que transitan San Agustín y el mismo Joyce, convertido en camarero. A un género diferente, si es que estas novelas pueden adscribirse a alguno, pertenece La saga del sagú de Slattery, novela póstuma e inacabada que se publicó en inglés en 1973. Aparecen aquí una vez más los tópicos irlandeses, empezando por la patata y acabando por los emigrantes a Estados Unidos que de la noche a la mañana se ven dueños de trescientas cincuenta torres de perforación petrolífera y de más dólares de los que pueden contar. Sin perder el humor acostumbrado, la novela es una crítica radical de los Estados Unidos y de su economía, así como de la política irlandesa y de los irlandeses, todo lo cual felizmente tendrá fin gracias a una universal revolución alimentaria. Estas novelas de O’Brien, tanto las escritas originalmente en gaélico como en inglés, y al igual que la que se comentará a continuación, han sido publicadas entre nosotros por la editorial Nórdica.

Quedan para el final de esta reseña unas palabras referidas a la obra maestra de O’Brien, que fue su primera novela, publicada allá por 1939 y que se titula En Nadar-dos-pájaros. La traducción española ahora nuevamente disponible de esta novela, con su prólogo original, es la misma que publicó Edhasa en 1989, y que entonces, inexplicablemente, pasó inadvertida. A este libro inclasificable han aludido voces autorizadas como las de Joyce, Beckett y Graham Green, por citar sólo a tres, como una de las novelas esenciales redactadas en inglés el siglo pasado, habiéndola emparentado la crítica con razón con el Ulises y con Finnegans Wake. Para su redacción, el autor se sirvió de su extenso conocimiento de la literatura gaélica y en especial de Buile Suibhne, texto escrito hacia 1670 en el que su autor recopiló numerosas leyendas medievales que se habían preservado en Irlanda a través de la tradición oral. El libro que sirve de modelo a O’Brien cuenta la historia de un rey que tras agredir a un clérigo y experimentar el horror de la legendaria batalla de Mag Roth escapa de la compañía de los humanos, obteniendo el don del vuelo y trasladándose a los montes para vivir sobre las copas de los árboles. 

El título de la novela reproduce un topónimo irlandés, Snámh-dá-én, lugar del centro de Irlanda llamado así porque el héroe de las sagas antiguas mató en él a dos pájaros que estaban posados en los hombros de una amazona. La novela de O’Brien, sin embargo, y como todas las suyas, transcurre en el propio presente del autor, siendo su protagonista un estudiante con inquietudes literarias que vive con su tío. El puritanismo y un gaelicismo provinciano son los objetivos de esta crítica social y de costumbres que como ocurre con todas las obras de nuestro autor esta atravesada por el humor y la fantasía desbocada, así como (no en último lugar) por un admirable estilo literario. Pues O’Brien, más allá de su imaginación pirotécnica, fue un estilista de altura, misteriosamente capaz de fundir en un mismo todo orgánico y narrativamente eficiente el relato realista con las ficciones más estrambóticas. En En Nadar-dos-pájaros no ocurre nada, o eso parece, más allá de los prolongados descansos en la cama y de las reiteradas visitas a los bares, ya que el objeto de la narración es la misma lengua, la palabra que anuda personajes y épocas diferentes, y que acaba por constituirse de manera deslumbrante en aquello que la literatura persigue desde sus inicios: la creación de un mundo propio. Y ello, como también hizo Joyce, por medio de la parodia, que aquí abarca desde las sagas medievales, el periodismo y la filosofía hasta las novelas del Oeste. Personajes salidos de las mismas recorrerán Dublín a caballo, perturbarán el orden público y acabarán torturando a su creador, todo ello mientras la vida transcurre plácidamente en esta extraordinaria novela. El libro no tuvo suerte, y, aparecido pocos meses antes del inicio de la guerra, sólo se habían vendido unos cientos de ejemplares cuando el almacén en el que se hallaba el resto fue bombardeado.

Venturosamente recuperada, la obra de O’Brien no ha dicho aún su última palabra, a la espera de ocupar el lugar que en justicia le corresponde. No es mucho lo que su biografía No laughing matter. The life and times of Flann O'Brien, obra del escritor Anthony Cronin que se publicó en 1998, ha conseguido desvelar acerca de la vida de este alcohólico héroe de nadie, durante gran parte de su vida funcionario del Ayuntamiento de Dublín, y cuyo ingenio teñido de amargura tuvo que soportar y seguramente nutrirse del régimen religioso y político de su país y de su época. Su vida fue en resumen su literatura.