martes, 23 de febrero de 2016

LECTURA POSIBLE / 205

HARPER LEE: HISTORIA DE UN CLÁSICO AMERICANO

El pasado viernes falleció en su Alabama natal Nelle Harper Lee, quien en su longeva existencia escribió un solo libro, considerado hoy uno de los clásicos de la novela norteamericana del siglo XX. Cierto es que Harper Lee publicó en vida dos libros, con una distancia entre ellos de nada menos que cincuenta y cinco años, si bien debe aclararse que el segundo, Ve y pon un centinela, que apareció el año pasado, no es más que el borrador hasta entonces inédito de la que hay que considerar su única novela, la cual dio fama a su autora sobre todo a consecuencia de su adaptación cinematográfica. Matar a un ruiseñor, en efecto, se publicó en 1960 y obtuvo el Premio Pulitzer, habiendo sido trasladada al cine dos años después por Robert Mulligan, con Gregory Peck, que obtuvo el Óscar al mejor actor, en el papel protagonista. El de Lee es un caso aparte en la literatura de su país, no sólo por el hecho de que toda su producción se reduzca a un único libro, sino también por el de que esta mujer de Monroeville, pueblecito del profundo Sur, nunca concedió entrevistas ni se alejó mucho de su tierra, donde pasó en el mayor aislamiento sus últimos años, recluida en una residencia de ancianos. Su misma obra literaria narra hechos acontecidos en Monroeville, y de los que fue testigo a la edad de diez años. Gran parte de esta obra novelística, y de la visión que del mundo y de la vida tuvo su autora, están marcadas ciertamente por la propia experiencia y el conocimiento de las persecuciones de que fueron víctimas los negros en los estados sureños, pero también por la notable influencia que sobre Lee ejerció su padre, Amasa Coleman Lee, de quien se dice que inspiró el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor.

Amasa Coleman fue abogado y como tal tomó parte en la defensa de dos negros de Alabama, padre e hijo, acusados de asesinar a un tendero blanco. Ambos fueron declarados culpables y ejecutados, pero ello no impidió al abogado desempeñar una discreta carrera política, llegando a ser miembro de la Cámara de Representantes de Alabama entre 1927 y 1939. También fue director y propietario del periódico de su pueblo, el Monroe Journal. Más tarde, la publicación del libro de su hija, y la creencia de que había servido de modelo para el protagonista del mismo, hicieron de él una especie de héroe americano en la lucha por los derechos civiles de las gentes de color. Sin embargo, el año pasado, algunos pasajes de Ve y pon un centinela que trascendieron a la prensa, y en los que se sugería que fue en realidad un racista que sólo se convirtió al antisegregacionismo tardíamente rodearon al libro, aun antes de su publicación, de una viva polémica. Así, el 11 de julio del pasado año un artículo del Wall Street Journal informaba de la consternación que habían causado los rumores acerca de esta desconocida faceta del abogado Amasa Coleman, y un popular presentador de televisión de Augusta afirmó que prefería recordarle como un buen hombre, por lo que, en consecuencia, se abstendría de leer el libro. Este carácter racista e intolerante del padre de nuestra autora fue documentado en una biografía de la misma publicada en 2006, Mockingbird. A Portrait of Harper Lee, de la que es autor Charles J. Shields, reconocido biógrafo de otro gran escritor norteamericano: Kurt Vonnegut.

Con independencia del papel que pudo representar el padre de nuestra autora en la gestación del libro y en la de su personaje principal, y de los efectos del amplio marketing que puso en juego la editorial encargada de publicar su “secuela”, lo cierto es que Matar a un ruiseñor, libro hoy de lectura obligatoria en los programas del octavo grado, es desde hace tiempo una obra de referencia para el imaginario colectivo norteamericano, la cual aparece asociada para muchos estadounidenses a su mayoría de edad, y ello en el doble sentido de la vivencia personal y en el de primer vislumbre que la lectura del libro significó para muchos de un lado oscuro y desconocido de su propio país. A este respecto la crítica ha hecho notar que Maycomb, el nombre ficticio que en la novela se da a Monroeville, es equivalente al Central Park de las novelas de Salinger, ese centro geográfico y simbólico de “la permanente adolescencia americana”.

Ha escrito en The New Yorker Adam Gopnik que si bien Ve y pon un centinela, más que un esbozo, es sólo una novela fallida en la que se anticipan algunos de los temas que iban a ser propios de Matar a un ruiseñor, sus páginas tienen el indudable mérito de “hacernos sentir nostalgia de la infancia de uno en el Sur, aunque nunca estuvimos allí”. De hecho, la descripción de la apacible vida de un pueblo sureño que se hace en este texto temprano está ya en la línea y en el estilo de su hermano mayor, el cual se beneficiaría del llamativo contraste entre el sosiego pueblerino y la atrocidad de los hechos allí narrados.

Matar a un ruiseñor debe su perdurable éxito a una afortunada combinación de asuntos narrativos de los que está venturosamente excluida toda forma de cliché referido al “buen y viejo Sur”. Atticus Finch es un hombre justo que en su viudedad cría a los niños que tuvo en su matrimonio y que se erige en defensor de un negro injustamente acusado de la violación de una mujer blanca. Este compromiso cívico le atraerá la desconfianza y la inquina de sus vecinos, y servirá para dar a la novela el tono de alegato antirracial y de enaltecimiento de la propia integridad moral por el que mayormente es conocida. Sin embargo, no es posible desdeñar el retrato que en la novela se hace del ambiente, de la forma de vida, de las costumbres, de los juegos infantiles, de las supersticiones y no en último lugar de los conflictos de clase, los cuales se entremezclan con los raciales para terminar mostrándonos un cuadro completo, y por desgracia tan perdurable como la propia novela, de las ideas que nutren la intolerancia. Una razón no menor del éxito del libro se debe al predominio del punto de vista infantil desde el que se narra la historia, en la que los verdaderos protagonistas son los niños, hijos de Atticus, que contemplan perplejos el entorno repleto de sucesos misteriosos e incomprensibles, como los que rodean a cierto personaje que vive enclaustrado y del que nada se sabe. Estos niños crean sus propias ficciones y sus miedos, que a veces les enfrentarán a los adultos, y a través de su inocencia se irá haciendo el lector una idea, por eso mismo tanto más terrorífica, de los prejuicios, odios y amenazas que los rodean. Hay además un tercer niño, Dill, el único personaje que procede del exterior, un pequeño narrador de historias que en la realidad fue compañero de infancia de la autora y que se llamaba Truman Capote. A este niño, ya adulto, unos años después de la publicación de su libro, le ayudaría Harper Lee en los prolijos preparativos de otro clásico americano, el titulado A sangre fría.

Harper Lee, tras la adaptación de su novela, tuvo amistad con Gregory Peck, su Atticus en el cine, y siguió viviendo en un retiro voluntario roto sólo esporádicamente con la publicación de algún pequeño ensayo o con  alguna otra aparición pública a la que se vio forzada, como sucedió en 1966 cuando su novela fue tachada de “literatura inmoral y marxista” por la junta escolar de Richmond, en Virginia. “El analfabetismo es el problema, y no el marxismo”, escribió entonces. Otras dos salidas de su pueblo natal la llevaron en dirección a la Casa Blanca, donde recibió diversas distinciones, entre ellas la Medalla Nacional de las Artes que en 2010 le entregó el presidente Obama.

Hoy sabemos que la gestación de Matar a un ruiseñor le llevó a su autora muchos años, y que entre los materiales que serían desechados en la redacción definitiva del libro, y que se publicaron en el volumen Ve y pon un centinela, había numerosas páginas referidas al futuro de sus personajes, alguno de los cuales debía volver a Monroeville veinte años después. La niña Scout que regresaba para visitar a su padre se había hecho entretanto toda una mujer en Nueva York, y para entonces ya tenía conciencia de que no era sino a ella a quien se dirigía el título de la historia, el cual fue tomado por la autora del libro de Isaías: “Ve, y pon un centinela que haga saber lo que vea”. Severa invocación a la arriesgada tarea de ser testigo y de contarlo.

martes, 16 de febrero de 2016

DISPARATES / 148

¡PRECARIO!, DE MUSTAPHA BELHOCINE.

Hace ahora dos años Bill Gates afirmó, en una célebre conferencia pronunciada en Washington, que con lo que él definió como software substitution –el software destinado a reemplazar la actividad humana–, “y con la generalización de la lógica robótica y de algoritmos capaces de teledirigir a robots físicos, el empleo disminuirá drásticamente en los próximos veinte años, hasta el punto de convertirse en una situación excepcional”. Es sabido que dichas palabras han dado lugar a no pocas reflexiones acerca del mundo del trabajo y de su sombrío futuro. A la paradoja, o ilusión perversa, de que esta profecía conviva en nuestro tiempo con la promesa formulada una y otra vez desde el ámbito de la política de que el desempleo va a reducirse de manera inminente, e incluso con la de que todavía es posible alcanzar el ideal del pleno empleo, dedicó el filósofo Bernard Stiegler su libro La société automatique. L'avenir du travail, que se publicó el año pasado. En dicho libro Stiegler hacía un recorrido por la historia de las relaciones entre el trabajo y la técnica, recorrido que empezaba en la Grecia clásica y que continuaba por las observaciones al respecto de Kant, Hegel y Marx, en lo que venía a ser una especie de equilibrio inestable entre la capacidad del hombre para crear útiles técnicos que permitían su emancipación y una alienante –y siempre creciente– dependencia contraída hacia los mismos. Si la consiguiente devaluación del valor del trabajo manual ha sido ya objeto de numerosos estudios que frecuentemente han trascendido el reducido círculo de los investigadores y de la vida académica, no ha sucedido lo mismo con las desventuras del trabajo intelectual, quizá porque a éste se le suponen unos privilegios que en el imaginario colectivo han ido perpetuándose a lo largo de los siglos. A colmar esta laguna contribuye Précaire!, libro de Mustapha Belhocine que nos ilustra acerca de las peripecias de un aprendiz de sociólogo en el mundo moderno.

Después de una docena de años de caóticos estudios universitarios, Belhocine, de origen argelino, es desde 2012 profesor de sociología en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Articulista en diferentes publicaciones, el que comentamos aquí es su primer libro, el cual, a la manera cervantina, se nos presenta como “novela ejemplar”, dedicada a “narrar las aventuras picarescas de un pequeño soldado prófugo del ejército de reserva del capital, aprendiz de sociólogo, que cuenta por sí mismo sus luchas cotidianas para sobrevivir a la vieja explotación moderna”. La novela, que obviamente es autobiográfica, ha sido publicada en Francia hace unos días por la editorial Agone.

El libro se divide en siete capítulos, titulados La universidad de la desesperación, Un billete para la Francia de arriba, 48 horas, El infierno por decorado, Airtek, El sentido de la colocación y El diario del parado. Como indica el autor del libro, la narración nos describe en el estilo de la literatura picaresca las andanzas de un estudiante desde sus iniciales dificultades en la universidad hasta la búsqueda de su primer empleo, y, por fin, su caída catastrófica en las oficinas del paro.

Las aventuras se desarrollan en Francia, aunque podrían hacerlo en cualquier otro lugar de nuestra globalizada sociedad contemporánea. El protagonista narra en primera persona los azares de un mundo laboral caracterizado por la precariedad en el que se suceden las ofertas ruinosas de trabajo, el desamparo ante patronos dedicados con esmero a la sobreexplotación de sus empleados, la obligación de cumplir con horarios imposibles y la arbitrariedad de unas leyes que han sido dictadas para convertir al asalariado en materia desechable. La calidad de la reflexión de Belhocine nos permite familiarizarnos con el punto de vista de este sociólogo en paro decidido a aceptar cualquier empleo, por muy alejado que esté de sus intereses y de sus conocimientos, al tiempo que nos instruye acerca del sentimiento de inutilidad y de exclusión que nuestro héroe, reducido a pura condición servil, arrastra de una entrevista de trabajo a otra, habitante periférico de una sociedad que le ignora y le culpabiliza, como parásito que está llamado a ser del Estado y de los subsidios sociales. Así lo describe el autor: “En un momento en que los gobernantes multiplican sus inspecciones contra los defraudadores (esa chusma que vive por encima de sus posibilidades con fondos públicos), en un momento en que uno es parte de esos ‘asistidos’ tal vez empapados en alcohol a causa de una cierta melancolía, en un momento en el que los parados se empeñan (por la fuerza de los vasos comunicantes) en que una parte de la Francia de abajo tome el ascensor social a fin de llegar arriba, muy arriba, a la Francia que se levanta temprano, que valora el trabajo, que no calcula el número de las horas extraordinarias, que baila al compás de J'aime ma boîte, en un momento en el que los parados duermen hasta mediodía antes de regresar a su bar favorito, a esta hora también yo, pudiente entre los pudientes, aprendiz de sociólogo, pero no menos parado por eso, estoy en camino hacia la agencia ANPE del aeropuerto de Roissy Charles de Gaulle, de donde me llamaron para una entrevista de trabajo como cargador de equipajes”.

El licenciado en sociología no puede dejar de hacer comentarios críticos a los hechos, los espacios, las personas que se suceden ante él en sus múltiples entrevistas de trabajo, las cuales acaban por convertirse en sí mismas en un trabajo, convertida ya la verdadera consecución de éste en ilusión kafkiana del todo inalcanzable. Ante él desfilan aeropuertos, oficinas, despachos y más oficinas, todos ellos habitados por impecables azafatas, secretarias, ejecutivos y directores de personal, imbuidos en su totalidad de ordenanzas, cursos de desarrollo, tests en diversos idiomas y citas aplazadas, parte todo ello de una devoradora maquinaria burocrática concebida para llevar al solicitante de empleo de aquí a allá, de lo que éste no puede quejarse, pues al fin y al cabo tiene tiempo de sobra. Dicha maquinaria consigue por momentos eliminar toda voluntad de la persona, en la cual se despierta la vocación de parado, la de eterno solicitante que en el fondo ha perdido ya toda esperanza, sin que pueda permitirse por ello llegar tarde o mucho menos faltar a la próxima entrevista de trabajo. “Escribo estas líneas aterrorizado: soy un parado desde hace dos años y no tengo ninguna perspectiva de encontrar empleo… El tiempo pesa, y el tiempo pasa… Mi subsidio se acabará pronto, sólo en unos meses: unos meses hasta el fin de todo”.

La experiencia de Belhocine acabó con lo que podría llamarse casi un final feliz, y también de este modo, esperanzadamente, concluye la novela, la cual, en el camino, consigue ser sin embargo un relevante testimonio social de los que no abundan, crónica escrita no sin humor pero sobre todo con precisión verista, y que otorga rango de epopeya al declinar del trabajo en nuestros días. Convertido en residuo de otros tiempos, éste se aparece como un premio concedido aleatoriamente, a la manera de los premios de Euromillones a los que sin éxito aspira el protagonista de la novela. Ser beneficiario o no de esta lotería es lo que da al personaje el carácter de visible o invisible, dividiendo su condición entre la de humillada larva y la de persona, siempre amenazada, no obstante, de ser devuelta a su condición anterior en su calidad de individuo habitado por el signo de los tiempos: la falta de certezas y la precariedad.

martes, 9 de febrero de 2016

LECTURA POSIBLE / 204

ALEKSANDAR TIŠMA O LA HERIDA DE LA HISTORIA

En una de las narraciones que componen el ciclo Ramas entrelazadas se narra la historia de un edificio de Novi Sad que, tras haber sido sede de un periódico durante los años de ocupación de la ciudad, pasó a convertirse en sala de cine tras la liberación. En los despachos del diario Naše novine, que durante la guerra estuvo bajo control de los ocupantes húngaros, volvían a sonar, tras ella, los teléfonos y el repiqueteo de las máquinas de escribir, aunque los habitantes del edificio fueran ahora otras personas. Así, a las mentiras difundidas antes por los aliados del Eje sucedió otra nueva: la del cine. Todo ello, anota el narrador, nos habla “tanto de la perseverancia de las estructuras humanas como de la impotencia o carácter ilusorio de las palabras que sirven para revelarlas”. Este episodio de El libro de Blam ilustra con eficacia el sentido general de la escritura de Aleksandar Tišma.

Nuestro autor nació en Horgoš, aldea perteneciente al municipio de Kanjiža, en Voivodina, de padre serbio y madre judía húngara. Hizo el bachillerato en Novi Sad y estudio Germanística en Belgrado. Estuvo preso en un campo de concentración y más tarde se unió al ejército yugoslavo de liberación. Siendo joven trabajó en la prensa, y a esta actividad, como redactor muchos años de diversos periódicos y como miembro de la institución Matica Srpska, consagrada a la normalización de la lengua serbia, dedicó la mayor parte de su vida, hasta su jubilación en 1982. Ello no le impidió desarrollar una tardía vocación literaria que inició con casi cuarenta años y de la que sería fruto un monumental ciclo narrativo, el de Ramas entrelazadas, compuesto por cinco títulos. Tišma escribió otras novelas al margen del mismo y algunos relatos, los cuales fueron reunidos en el volumen Sin un grito, que se publicó en 1980. Nuestro autor perteneció al gremio de escritores centroeuropeos del que también son parte Czeslaw Milosz, Danilo Kiš y György Konrád. Fue traductor de Imre Kertész al serbio y recibió varios premios en su país, que abandonó en 1993 para instalarse en Francia, y al que regresó tres años más tarde. Murió en 2003 en Novi Sad.

Hoy en día Tišma es todo un clásico de las letras serbias, de lo que es testimonio su aparición episódica en la novela Islednik, con la que el autor serbio Dragan Velikić obtuvo el prestigioso Premio NIN el año pasado, el cual también obtuvo nuestro autor en 1977. Una calle principal de Novi Sad ha recibido recientemente su nombre, y existe el proyecto de convertir la que fue su casa en museo. Las obras de Tišma han sido traducidas a más de quince idiomas, estando algunas de ellas disponibles para el lector en castellano en la editorial Acantilado.

La obra por la que más se recuerda a Tišma es el ya aludido ciclo de Ramas entrelazadas, el cual se compone de las novelas El libro de Blam (1972), El uso del hombre (1976), Escuela de impiedad (1978), Lealtad y traición (1983) y El Kapo (1987). Un año antes de su fallecimiento, durante una estancia en Berlín, de cuya Academia de Artes era miembro, Tišma explicó en una entrevista algunos acontecimientos de su vida que resultan útiles para comprender los motivos y los significados de esta magna obra a la que dedicó la mayor parte de su actividad creativa. Afirmó entonces que “la casa natal es el germen de la vida”, y que contando seis o siete años sus padres le pusieron bajo la tutela de una maestra que le enseñó alemán y francés. Esta maestra, a la que debía el dominio del alemán a pesar de no haber vivido nunca en Alemania, le sirvió de modelo para uno de los personajes de El uso del hombre, y su diario, que el propio Tišma encontró por casualidad, aparece reproducido literalmente en dicha novela. Un episodio trágico de su juventud, la llamada “matanza del Danubio” en la que perecieron mil cuatrocientas personas entre serbios, judíos y comunistas, y que también fue descrita por Danilo Kiš, constituye uno de los temas recurrentes de la obra de nuestro autor, y posiblemente fuera la causa principal de que en él se despertara su vocación de cronista. Tišma la evocaba así: “Hubo resistencia contra la ocupación, y las autoridades reaccionaron efectuando incursiones. Una de ellas fue la del 4 de enero de 1942. Arbitrariamente las patrullas mataron a muchos, a otros los dejaron ir. Cuando terminó la masacre la mayoría de los cuerpos fueron arrojados al Danubio. A mi abuela la detuvo una de esas patrullas, pero en el último momento la mandaron de vuelta a casa. Se fue a vivir a Budapest con una hija, y más tarde yo me reuniría con ella”.

Cuando Tišma regresó a Novi Sad después de la guerra se encontró con una ciudad que había sido multiétnica en gran parte destruida. Los judíos habían sido deportados y asesinados, y no mucha mejor suerte había corrido la minoría alemana. Las obras de Tišma no hablan de la guerra, sino de los personajes que habiendo salido de ella, como él mismo, miran atrás cuando tratan de reincorporarse a una vida normal. No narran, pues, las acciones en el frente, sino el recuerdo de la vida en la retaguardia, de la resistencia y la represión y de los traumas con los que debían vivir los supervivientes.

La primera de las novelas del ciclo, El libro de Blam, estaba ya en la mente del autor en los años cuarenta, durante la propia guerra, concebida en principio como una historia en parte autobiográfica de retornados. Los personajes protagonistas, Blam y su mujer, Janja, tuvieron una existencia privada de forma durante más de dos décadas, hasta que el novelista comprendió que debía escribir su historia “como un informe de Novi Sad”, una crónica de los sucesos recientes de la ciudad vistos y vividos a través de los personajes, convertidos así no ya en protagonistas, sino en instrumentos de la memoria. Por medio de ellos asistimos a las peripecias de otros personajes, como las de Ester, la hermana de Blam, estudiante y comunista de diecisiete años que muere cuando iba a ser arrestada. O la de Popadić, colaboracionista y director del periódico oficial que tras la liberación iba a ser fusilado. Pero también se nos muestran, como en un retrato familiar, las destrucciones y las transformaciones de los edificios y calles, a los que se asigna un papel más allá del convencional como telón de fondo y ambientación de los hechos narrados. En la memoria que cuenta con frialdad los acontecimientos de Novi Sad las calles, los edificios y los personajes parecen nutrirse unos de otros, haciendo crecer la trama narrativa mediante una tupida red de correspondencias recíprocas.

El carácter multiétnico de Novi Sad cobra relevancia en la segunda novela del ciclo, El uso del hombre. El hilo de la crónica efectuada aquí se despliega a través de un diario, el de Anna Drentvensek, profesora de alemán que encarna en sí misma las luces y las sombras de la cultura germánica, con su doble alma cargada de refinamiento artístico y de un imperialismo fundado en la creencia de la superioridad racial. Pero este libro extraordinario es sobre todo un retrato de grupo en el que se cruzan las vidas de multitud de personajes de orígenes étnicos y sociales diversos, todos ellos sometidos al terror de la ocupación nazi y del gobierno títere del almirante Horthy. Aquí el relato escapa por momentos de las calles de Novi Sad para trasladarnos al campo de concentración de Auschwitz, por cuyo burdel pasará Vera, signo fiel de una época marcada por la crueldad y la dominación. El heroísmo que eventualmente, y de manera trágica, aparecía en las páginas de El libro de Blam, está mayormente ausente de este retrato coral cuyos personajes se mueven por medio de los impulsos que dicta la mera necesidad de sobrevivir. Y contrapunto dramático a la ferocidad humana que describe el autor es en estas páginas el entorno natural, con sus bosques y su inabarcable belleza.

Tišma declaró en alguna ocasión que siempre quiso describir los campos de exterminio y cómo pudo suceder que unos pocos asesinaran a cientos de miles, incluso a veces con la participación de los mismos presos. Si este universo concentracionario ya tiene una primera y sobrecogedora descripción en El uso del hombre, es en cambio en El Kapo donde alcanza su forma más acabada. Fue el conocimiento del relato de los judíos de Zagreb el motivo que sirvió de inspiración a esta novela en la que se reconstruye con fidelidad la organización interna de los campos, con sus correspondientes comités y sus presos privilegiados, quienes ejercían su no pequeño poder para obtener alimentos, bienes y favores sexuales. Al igual que en los libros anteriores, en los que Tišma se sirvió de abundante documentación acerca del régimen de vida en Voivodina bajo la ocupación húngara, para este libro hizo uso de infinidad de testimonios relativos a la Ustacha, la cual ejerció su autoridad y su terror en Croacia. Aquí, de nuevo, los hechos se revelan con la frialdad que confiere una distancia de décadas, convocados por la memoria de Lamian, para quien “todos los que hemos sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial fuimos cómplices y culpables de la muerte de los demás”. Lamian, judío converso que en los campos realizó labores de intermediario al servicio de los verdugos, trata mucho tiempo después de alcanzar de una mujer, Helena Lifka, un perdón o una condena que le libre por fin del azote de su conciencia, para lo que deberá sumergirse, junto al lector, en la barbarie de los campos de exterminio.

Por estas páginas circula una corriente que es común a víctimas y verdugos, como también a todas las comunidades étnicas que habitan las ficciones de nuestro autor: el deseo. La sexualidad siempre insatisfecha, usada a veces como procedimiento para sojuzgar al débil, campea en las oscuras callejas de Novi Sad y en los barracones de los campos. Y es de vuelta a Novi Sad, en la postguerra, adonde nos traslada Tišma en una de sus últimas novelas, A las que amamos, libro en el que dirige una mirada lúcida y perturbadora hacia la prostitución, representada por el personaje de Beba, quien mientras cumple con los deberes y rutinas propios de su oficio se interroga acerca de la forma de recuperar a su antiguo amante. Un libro que, como toda la producción de Tišma, también tiene su parte de epopeya, pequeña epopeya de almas y cuerpos anónimos, de geografía íntima rebosante de anhelos que, durante la lectura de estas páginas, por una vez tienen nombre, forma y olor. Atributos también ellos de la prosa de uno de los novelistas más notables de la reciente narrativa europea.

martes, 2 de febrero de 2016

LECTURA POSIBLE / 203

THOMAS BERNHARD: EL BESO EN LA NUCA

Recientemente la edición digital de la revista Die Zeit publicó en su apartado literario un mapa en el que se puede viajar cómodamente por las ciudades a las que Thomas Bernhard agravió en sus libros. Señalados por un icono en forma de relámpago, el internauta puede identificar los lugares sobre los que cayó la ira del autor austríaco, a la vez que accede al pasaje literario correspondiente a la ciudad elegida. Con el título de Städtebeschimpfung (Ciudades insultadas), el mapa ha tenido un éxito considerable, y es fácil imaginar al lector de la obra de Bernhard planificando sobre él sus próximas vacaciones. Los rayos de la cólera llegan hasta Nueva York por el oeste; hasta Mosjøen, ciudad noruega famosa por sus auroras boreales, en el norte; hasta Polonia, por el este; y hacia el sur, a lugares insospechados de la geografía bernhardiana tales como El Cairo, Schiras en Irán y el Sahel en Nigeria.

La cantidad de lugares agraviados resulta impresionante, tanto más cuanto que el autor austríaco no fue un gran viajero. El mapa nos recuerda que París, adonde todo el mundo quiere ir, “es aberrante, para mí fue siempre la ciudad más fea, un desierto polvoriento”. Oslo, en cambio, es una ciudad aburrida y de gente poco espiritual, como todos los noruegos, habitantes de un país “totalmente filosófico en el que cualquier tipo de pensamiento es ahogado en el menor tiempo”. Diferente es el caso de Estocolmo, “ciudad desolada y destructiva” donde uno espera ver siempre las mejores representaciones de El pato salvaje y de las que uno sale siempre decepcionado. Los escenarios madrileños, por cierto, tampoco tienen mucha suerte, ya que en ellos puede verse el teatro “más horrible y polvoriento”. Sin embargo, todo eso son piropos en comparación con las diatribas que Bernhard dirigió en vida a su propio país y a sus habitantes. La concentración de pasajes encendidamente relampagueantes, si puede decirse así, excede con mucho a la dimensión del pequeño país centroeuropeo, con el que nuestro autor mantuvo como es sabido una querella permanente que se manifestó en forma de ataques en la prensa y de pleitos judiciales. Hoy, a casi tres décadas de su muerte, y si bien su obra sigue sin hacer las paces con Austria, da la impresión de que el empecinamiento de los austríacos hacia uno de sus mayores autores empieza a declinar, de lo que es prueba la reclamación efectuada por algunos de ellos de que su ciudad o su pueblo han sido inexplicablemente olvidados en el mapa de sus insultos. Para la columnista del Badische Zeitung Sabine Ehrentreich, que es natural de Lörrach, cerca de la Selva Negra, no hay duda de que la densidad de los municipios calumniados en su región es grande, lo cual puede deberse a que Bernhard poseía un “escaso conocimiento local”, según ha escrito en un artículo titulado Un poeta escupe su bilis. Según ella, en los alrededores hay sitios muy bonitos, como Lübeck, Trier o Ratisbona. Además, es posible que Bernhard, al calumniar su ciudad, la estuviera confundiendo con la Lörrach que se encuentra en la cercana Rheinfelden. Y en todo caso, concluye, “puede ser incluso útil en tiempos de comercialización de las ciudades el que hayan sido insultadas por un escritor célebre”.

A Bernhard, que en contra de las apariencias poseía un agudo y muy personal sentido del humor, es seguro que el asunto del mapa de Die Zeit y de las polémicas en torno al mismo le habría hecho gracia y quizá hasta le habría servido de inspiración para una nueva novela o pieza teatral. De ella cabría esperar que estuviera tan repleta de bilis como lo está toda su obra, pero también de la musicalidad y el ingenio que hicieron de él un autor tan admirado como huérfano de discípulos, pues estos no son admitidos en la visión del mundo de nuestro autor, cuya arrolladora personalidad literaria los habría reducido a la condición de burdos imitadores. Si hoy se acepta ya unánimemente que Bernhard era un exquisito estilista, un hombre musical que no pudo expresarse por medio de un instrumento o del propio canto como deseó en su juventud, y que en consecuencia volcó todo su ímpetu virtuosístico en la literatura, se le sigue negando en cambio la amplitud de registros que cabe esperar de uno de los verdaderamente grandes, quizá porque la bilis de su sátira no deja ver con claridad lo suficiente de otros rasgos presentes en su obra. Cierto es que nadie se quejó tan hermosa y profundamente de las ciudades y de sus habitantes, como también lo es que el estilo de Bernhard, y en especial lo que la música llama “el fraseo”, resulta a veces repetitivo y neurótico. También es cierto que entre sus personajes suele prevalecer una relación de dominación en la que hay una víctima, un enfermo, una mujer, y que tanto los dominados como los dominadores se hallan siempre en la proximidad del suicidio. Sin embargo, basta recordar la afirmación de Albert Camus, la de que el suicidio es en el fondo el único tema de la filosofía, para comprender que ese único tema lo abarca todo, que él y la posibilidad del mismo incluyen la totalidad de la experiencia humana, a la que pertenece también, obviamente, la categoría de lo lírico. Parece que nadie ha leído los libros de Bernhard como historias de amor.

Quizá ello se deba a que estas historias de amor son tristes, ya que se ha excluido de ellas el relato de lo que durante siglos ha suministrado alegría a todas las historias semejantes, en la vida y en la literatura: el relato del enamoramiento. Las relaciones que ocupan a Bernhard, en efecto, son sólo las que se encuentran sometidas ya a la fuerza de la costumbre o las que han llegado al tramo final, prolongado a veces durante décadas, de su descomposición. Ha escrito Miguel Sáenz, biógrafo de Bernhard y traductor de su obra al español, que hay solo un beso en la obra de nuestro autor. Éste tiene lugar en una de sus novelas tempranas, En las alturas, en la que hay tres personajes: un funcionario de los juzgados, una señorita judía y un catedrático arruinado. A ellos, claro está, hay que añadir la odiosa ciudad que siempre está presente en la obra de Bernhard, ya desde sus inicios. En este mundo que se compone cada vez de más fealdades, en el que “la indiferencia y la fealdad juntos producen un estado en el que todo significa lo mismo”, aparece repentinamente este único beso, el cual lo recibe un personaje en la nuca, “rasgo esencial”, ha escrito Sáenz, “de un solitario que se acostumbró a ver a la gente de espaldas”. Es esta posición la que caracteriza la obra entera de Bernhard, el cual encontró su propia voz, tras la grave enfermedad juvenil que truncó su carrera de cantante, dando la espalda a lo que la tradición entiende por poesía, novela y teatro, hallando un modo de expresión que las reunía en un contexto, más allá de la enfermedad pero también con ella, en el que conviven lo cotidiano con la trascendencia, el anhelo de belleza y la fealdad, la palabra con la música. Esa enfermedad es la vida.

Sucede así que Bernhard se constituye en rareza de las letras modernas, en su calidad no de autor de una obra literaria, sino de hombre que podía existir sólo literariamente, cosa de la que ya dejó constancia en una de sus novelas autobiográficas, El frío, en la que, tras relatar cómo sobrevivió a una neumonía, se refiere a los versos que empezó a escribir por entonces: “Esos versos, aunque sin valor, lo eran todo para mí, nada en el mundo tenía más significado para mí, y yo no tenía nada, no tenía nada más que la capacidad de escribir poesía”. Versos, como los de Bajo el hierro de la luna, que hoy conviene reexaminar si queremos comprender más cabalmente la obra de nuestro autor.

De Bernhard la editorial Alianza ha editado en libro de bolsillo la novela Maestros antiguos, uno de los textos más explícitos salidos de su pluma acerca del pesimismo hacia la cultura y de la necesidad del hombre de encontrar refugio en la naturaleza, único espacio ausente de artificio y de refinamiento humano. Reger, el protagonista, comprende tras la muerte de su mujer que ni toda la belleza creada por los antiguos maestros ni toda la cultura pueden consolarle de su pérdida, la cual le ha enfrentado al hecho cierto de su absoluta soledad. Resultan ser, pues, todas las obras del hombre, incluidas las más logradas del arte y del pensamiento, puros espejismos, ficciones inconsistentes incapaces de sustituir al sentimiento de complicidad que sólo es posible establecer con otro ser humano. Maestros antiguos es por lo demás una crítica del arte como producto que ha sido corrompido por el gusto y el interés de las élites dominantes con el objeto de engañar y adormecer conciencias. La obra, como todas las de Bernhard, es mucho más que virtuosismo del estilo y bilis: una sátira moderna acerca del hombre, su fragilidad y las trampas que se hace a sí mismo, trampas que nos embelesan y nos distraen de nuestra soledad, haciéndonos perder de vista la mayor de las tragedias: la falta de amor.